En septiembre de 1989, a punto de cumplir 40 años, empecé a ir al Instituto Ibaialde, en Burlada, para dar clases de filosofía. Vivía en la Milagrosa, en la calle Guelbenzu, junto al bar Uxoa, y, a pesar de la distancia, solía ir andando al instituto.
Me encontraba fuerte porque, gracias al doctor Jimeno (me hizo un tratamiento de choque: me colgaba de los pies, como más de uno quiere colgar a Sánchez; poco después supe que el doctor se había matado en un accidente con un todoterreno), había superado una espondilitis que me torturaba desde los 20 años y, por fin, tenía intención de empezar a pensar que algún día tenía que plantearme dejar de fumar. Dos paquetes al día y tres, el fin de semana, eran una animalada.
Iba al trabajo a toda velocidad, como un poseso. Pos eso: cruzando en rojo y en diagonal, saltando tapias... Todo un peligro para la circulación.
Un día, al comienzo de mi trayecto, recién había subido las escalericas que comunican Remigio Múgica con Goroabe, ya estaba en la calle Sangüesa, cuando vi en el suelo una cartera. No pensaba detenerme, pero observé claramente que de ella rebosaba un fajo importante de billetes. Además, una chica también la había visto e iba a por ella. Aceleré al máximo -sin llegar a correr-, la adelanté y me hice con ella. 30.000 pesetas y ninguna documentación.
Llegué al Instituto y le llamé a mi mujer:
- No prepares comida que hoy comemos en el Asador Olaverri (en la calle Santa Marta, que de comer te harta)
- Finales de mes... 30.000 pts. es lo que cobra un pensionista... pobre, ¿de qué va a vivir el mes que viene..?
Decidí que lo iba a intentar devolver, pero nos fuimos al Olaverri para pensar cómo hacerlo.
Fui al Hogar del Jubilado, a la Asociación de Vecinos y dejé el recado: "Quien haya perdido una cartera con cierta cantidad de dinero..." En toda la tarde y el siguiente día nadie me llamó.
Entonces a mi mujer -que conocía el barrio mucho mejor que yo- se le ocurrió una brillante idea:
- Vete al taller de corte y confección, que ahí hay tres mujericas que se enteran de todo
A las dos horas de haber dejado el recado, ya estaba una señora dándome por teléfono con toda exactitud las características de la cartera y la cantidad de dinero. No era una jubilada, sino la dueña de una tienda del barrio.
Cuando le entregué la cartera con el dinero, no se lo podía creer:
- ¡Que todavía existan personas como ustedes! No sólo por devolverme la cartera, sino por el interés por dar conmigo...
"Máximo, A bete vengo" le decía |
Al salir, como no quisimos cogerle nada, le metió a la hija cinco billetes de mil en el colco (por el escote) y escapó corriendo.
Al día siguiente, vino un señor de una floristería con un centro de flores que también valía un pastón. Pensé para mí:
- ¡Qué pena no haberle dicho a la señora que nos gustaba el vino, vino tinto Navarra!
Fuera bromas, la incredulidad y el agradecimiento de aquella señora nos conmovió mucho más que todo el oro y el vino del mundo.
Continúa en Camino de Ibaialde: 2. Salto de la verja
1 comentario:
Me encantan estas historias que a uno le devuelven la fe en la humanidad. A pesar de los dirigentes del PSN, todavía hay esperanza en la gente buena de esta tierra...
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