viernes, 16 de junio de 2023

Chapu Apaolaza, a su padre

San Fermín: Ecijano II,  Paco Apaolaza (1950-98) y su hijo Chapu (1977-). Foto Silvia Ollo
Ayer recibió Chapu Apaolaza un premio taurino por un artículo que le debía a su padre, el malogrado Paco Apaolaza, creador de deliciosas crónicas taurinas.
Sabía que había recogido alguna de ellas en el blog y enseguida la he encontrado y, además, con la foto de portada que refleja la complicidad («Yo sigo corriendo el encierro bajando a buscar a mi padre») entre padre e hijo.
Chapu Apaolaza (twitter)
Esto es lo que escribí entonces, en el contexto de una investigación sobre el momentico:

Hemeroteca Diario de Navarra. 1987
Doce años después, la hemeroteca de Diario de Navarra utiliza el término "momentico" por primera vez el 8 de julio 1987. Se trata de una crónica  del malogrado Paco Apaolaza sobre la peligrosa corrida del día 7. 
El título lo dice todo: 
Pero qué miedo. Toda la tarde con la carne de gallina de ver y de sentir el espectáculo que se desarrollaba en la plaza con los toreros pálidos (Robles, Esplá y Víctor Mendes), las cuadrillas inseguras, los caballos por los aires, los toros empujando y embistiendo y todo el mundo callado con un nudo en la garganta apiadándose de los esforzados artistas que tenían que vérselas con seis feroces, ¿he dicho feroces?, pues eso, seis feroces bóvidos de una afamada ganadería (Arauz de Robles) que vino a Pamplona a debutar en la Feria del Toro. ¡Qué susto! Ni el champán mitigaba la sequedad de la boca pastosa ya de tanto sobresalto y tanto puro masticado. A mí, ni el café irlandés, absolutamente genial de las Irigoyen en la grada 3 me supo a nada. Nadie habló de copas ni del cuerpo cortado. Nadie habló del ligue ni del momentico, del bailongo o de dónde cenamos, nadie...
Fijaos que Paco habla del momentico como de pasada, sin detenerse a explicarlo, dando por supuesto que todo el que le leía sabía de sobra qué era "el momentico".
Por tanto, aunque en el 73-75 no se hablaba del momentico, en el 87 (doce años después), era vox populi, se sabía de sobra.
Y éste es el artículo del hijo, dedicado a su padre. ¡Enhorabuena!:

Sevilla, las cinco y nunca de la tarde                                     Chapu Apaolaza (23/04/2023)
Mi padre cayó en esa Sevilla de preferia que va «del llanto al cante» como escribió él mismo, con los vencejos raseándole los compases de su última y descabellada batalla, tan gloriosamente perdida que quizás estaba ganándose

Salida triunfal de la Maestranza
Se van a cumplir 25 años desde que mi padre partió de viaje a Sevilla a morirse en la Maestranza. «Me voy a la Feria, Juanjo», le dijo a su médico y este le respondió: «Bajo tu responsabilidad, Paco». «Te espero allí, doctor –le dijo como si no pasara nada, como si ni se estuvieran despidiendo–; yo te voy comprando el traje de corto». Me contaba mamá, o es que me lo he imaginado yo, lo contento que iba cruzando la estación de Santa Justa a su llegada a la ciudad con bastón y parche en el ojo, frágil pero heroico, triunfante y esplendoroso en sus últimas fuerzas, instalado en la consciencia terrible y mágica de las cosas que se hacen por última vez sabiendo que es la última vez.
Tal vez no quisiera que le pasara como aquel año, cuando el primer tratamiento, en lugar de irse a cubrir la Feria de Sevilla, se tuvo que quedar en San Sebastián y hacía las crónicas desde casa por la tele. Al día siguiente, en las reseñas del periódico, venía escrito que Ponce había matado de una estocada caída, dos descabellos «y dos anuncios, uno de perfumes y otro de detergente». En uno de sus textos narraba cómo en el cuarto de estar de la casa del Boulevard, de pronto había olido a azahar y a calentitos y a manojito de romero, que es como olía Sevilla en primavera y que, toreando Curro con el capote, saliendo desde el burladero y ganándole pasos al toro hasta la boca de riego, el niño se había quejado a su aita de que se había estropeado el vídeo «porque era imposible torear tan despacio».
La mejor faena de Curro Romero
Ese niño era yo, asomado al descubrimiento de la dimensión absoluta del currismo, esa creencia que hace grande el mundo en sus dimensiones limitadas, concretas y naturales. Me refiero a esa noción del cosmos en la que las cosas a veces salen bien y otras, mal, y están siempre sujetas a la grandeza bellísima de nuestras limitaciones, de nuestra finitud, de nuestra condición orgullosamente mortal. Yo, como muchos, quiero a Curro como quise a mi padre, porque está conectado con él, con el milagro de la vida, la tragedia de la muerte y los grandes secretos que se transmiten de un padre a un hijo.
Por eso, cuando veo a Curro, lo estoy viendo a él y, si Curro está mayor, me imagino cómo sería mi padre en esa vejez que no llegó a alcanzar. Porque me voy asomando a aquel abismo de la esquela de los 48 años que a mí, si te digo la verdad, se me van a hacer tan raros. Ahora que ya va uno teniendo cosas por las que preocuparse y unos hijos a los que contarles la verdad del toro y el torero, que es la verdad de la vida.
Si echo las cuentas, me acerco al tiempo en que a mi padre ya andaba rondándole el de las patas negras. El tiempo siempre termina por echarnos mano, por eso torear es vivir y es desplegar el capote, y cargar la suerte y abrir el compás y jugar las manos a distinta velocidad sobre la desgracia -linda y a la vez terrible- de saber que esto se acaba. La muerte nos ha hecho eternos, pues ha dado vida a los dioses, a los toreros y a los abuelos que no conocieron a sus nietos, ni leyeron una sola de estas líneas escritas con un siete en el corazón ancho, grande y profundo como la puerta de toriles.
Maestranza joaquin dominguez becquer
El tiempo, ese asesino que al pasar ya me triangula las femorales, finalmente apretó a mi padre contra las tablas la salida de los toros y le echó mano en la voltereta de un infarto cerebral. Le llegó el tabaco a las cinco y nunca de la tarde, con la crónica a medio escribir en la mesita de la habitación del Hotel Plaza de Armas, quebrada ya la prisa por enviar al periódico, casi con los ecos del tiro de mulillas arrastrando el último toro, casi con el fogonazo rosa y naranja del último cielo de la Maestranza prendido en las retinas, la muerte abriéndose paso entre el sosiego de un aire pausado con trazas de un azahar ya extinto, un olor sutil tan distinto al tufo atosigante de las coronas que mandaron al tanatorio unos días después.
Mi padre cayó en esa Sevilla de preferia que va «del llanto al cante» como escribió él mismo, con los vencejos raseándole los compases de su última y descabellada batalla, tan gloriosamente perdida que quizás estaba ganándose.

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