Miguel Hernández, quien durante la Guerra Civil se alistó en el 5.º regimiento republicano de zapadores, arenga a sus compañeros en el frente |
Las guerras matan a mucha gente. El temor a perderlas puede hacer perder los nervios y matar, además, la amistad
Gila y otros mitos de la Guerra Civil
Martes, 25/Jun/2019 Juan Eslava Galán ABC
(Os ahorro lo de Gila, que ya lo vimos en estas tres entradas)
Caso muy distinto (al del mentiroso de Gila) de intelectual comprometido con la República es el de este poeta del pueblo que no ha merecido el reconocimiento que se le tributa a su coetáneo García Lorca.
Hernández era asiduo visitante de las trincheras donde compartía rancho y piojos con los soldados, una actitud muy distinta de la de otros intelectuales «señoritos imitadores de guerrilleros que paseaban sus fusiles y sus pistolas de juguete por Madrid vestidos con monos azules muy planchados» en palabras de Juan Ramón Jiménez.
En febrero de 1939, de regreso del frente, llega a la sede madrileña de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y encuentra en su apogeo una fiesta de disfraces (vistosos uniformes y ropajes antiguos rescatados de las buhardillas del palacio de los marqueses de Heredia-Spínola).
Lorca, León y Alberti |
Hernández se dirige a la pizarra escolar que preside la estancia y escribe, con trazo grueso, las palabras pronunciadas. La afrentada María Teresa le propina tal bofetada que lo tira al suelo.
Ese día se interpusieron amigos comunes y la sangre no llegó al río. Mes y medio después, Alberti y María Teresa escaparon de Madrid sin reconciliarse con el cada vez más aislado Hernández. A la hora del sálvese el que pueda, con la desbandada de políticos e intelectuales, nadie se acordó de ofrecer a Miguel una plaza en los vehículos que abandonaban la ciudad. Quedó atrás para afrontar el pelotón o la cárcel. Los Alberti, Pasionaria, Negrín, Modesto, Líster, y hasta dos docenas más de relevantes líderes republicanos abandonaron España en dos aviones de transporte que despegaron con destino a Orán precisamente de Monóvar, tan cerca del pueblo natal del poeta.
Según las memorias de Alberti (casi tan embusteras y maquilladas como las de Gila) que refrendan testimonios posteriores, en aquella hora decisiva, los Alberti volvieron a encontrarse con Miguel Hernández y le ofrecieron una ayuda que el oriolano dignamente rechazó: «Yo me vuelvo a mi pueblo».
Miguel Hernández se mantuvo fiel al compromiso político que el propio Alberti le había inculcado. Cuando esposa, amigos y admiradores influyentes (Ridruejo, Cossío) lo animaban a declarase afecto al Movimiento, lo que inmediatamente merecería «un acto de generosidad del Caudillo» y su traslado a un hospital antituberculoso, el poeta del pueblo se mantuvo obstinadamente fiel a sus principios y escogió morir en la cárcel.
"mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho" |
Muerto Franco, Alberti regresó con su melena plateada, para encarnar la conciliación nacional que hoy rechazan los revisionistas.
Juan Eslava Galán, escritor.
Este artículo, completo, se publicó originalmente en ABC.
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