Permitir que millones de personas, cientos de miles de ellas niños, sean privados de todo y asesinados impunemente, muchos condenados a agonizar lentamente bajo los escombros, y no condenarlo, rebaja nuestros grandes principios a una expresión de cinismo de la peor especie.
El Ángel de la Historia y Walter Benjamin |
Gaza y el declive moral de Occidente
por Iñaki Iriarte
Walter Benjamin, un intelectual judío que, huyendo del nazismo, se suicidó desesperado en la frontera de Portbou, imaginó a la Historia personificada en la figura de un ángel, con el rostro desencajado, al mirar atrás y divisar la inmensidad de los horrores que sus avances causaban. Durante estos días, por cada una de las horas en la que los gazatíes continúan sin agua, sin luz, sin comida, sin analgésicos, sometidos a los inmisericordes bombardeos de uno de los ejércitos más poderosos del mundo, la mueca de amargura y espanto del ángel de la Historia se ha vuelto insoportable. Por desgracia, esto solo acaba de empezar. Los gazatíes ni siquiera cuentan con la compasión unánime de los occidentales. ¡Qué irreconocibles esos liberales, críticos de los nacionalismos y los narcisismos identitarios, defensores de nuestra Civilización cristiana, de la ilustración, de la tolerancia, felicitándose ahora en las redes de que Gaza sea arrasada y se practique un genocidio!
"Y de las masacres perpetradas por Hamás, ¿no dice nada?".
Verán, uno de los pilares de mi civilización es que los crímenes deben de ser purgados solo por quienes los cometieron. La "venganza de sangre" sobre vidas inocentes, que todavía no saben ni hablar, se la dejo a los bárbaros. Occidente tiene sin duda una deuda moral con el pueblo que padeció durante siglos los guetos, los pogromos, las expulsiones, las conversiones forzadas y la Shoah. Pero esa deuda no disminuye un ápice prestándole a una parte de ese pueblo -solo una parte, pero, aunque fuera todo, tampoco-, el apoyo político, económico, mediático y militar precisos para que pueda llevar a cabo expulsiones, robos, pogromos y masacres de civiles. Al contrario, ese apoyo occidental, especialmente por parte de la derecha, constituye un grave error político, moral y estratégico e, indefectiblemente, aumentará la factura que nuestros hijos y nietos se verán obligados a pagar en términos de descrédito internacional y autoodio.
Occidente es una civilización en claro declive. No por culpa de China, el islam o las pateras. Nadie nos obliga a tener perros en lugar de niños, como tampoco a delegar la educación de nuestros hijos en la pornografía 5G y las coreografías en Tik Tok. Las civilizaciones, recuerden a Toynbee, no mueren asesinadas: se suicidan. Y la nuestra no es una excepción. Todo suicidio tiene un desenlace material, pero una causa esencialmente moral. En concreto, la forma en la que el futuro suicida se percibe asimismo, su autoestima.
La verdadera grandeza de Occidente no ha residido en su tecnología, ni en su impresionante capacidad para generar riqueza. Si éstas han sido posibles es porque paralelamente supo crear un tipo de hombre y de sociedad inéditos. Ambos son una combinación (posiblemente inestable en el largo plazo) de cultura clásica, judaísmo paulino (es decir, cristianismo), humanismo renacentista y racionalismo ilustrado. Todo esto generó una serie de ideales como el respeto a la verdad y a la vida, la tolerancia, la igualdad, la libertad personal, el mérito individual, la solidaridad, la compasión, la templanza, la justicia y el espíritu crítico. Sé de sobra que a menudo tales ideales han sido burlados por los intereses materiales y las circunstancias históricas. Pero también que, a la postre, sobrevivieron a éstos y consiguieron, de hecho, modelar el futuro. De este modo, esos ideales fundamentaron el sistema democrático, el orden internacional y proveyeron a Occidente de una legitimidad moral sin parangón en la historia, hasta convertirlo en "luz y faro de las naciones". Por eso, incluso los mayores críticos del mundo occidental no han podido evitar reconocerse en los valores de nuestra civilización.
La incoherencia demostrada durante estas semanas es dinamita, no solo para esos valores y, por consiguiente, para nuestro prestigio en el mundo, sino también para nuestra maltrecha autoestima. Permitir que millones de personas, cientos de miles de ellas niños, sean privados de todo y asesinados impunemente, muchos condenados a agonizar lentamente bajo los escombros, y no condenarlo, rebaja nuestros grandes principios a una expresión de cinismo de la peor especie. El tipo de hombre occidental no sobrevivirá a la degradación de dichos valores como la cultura y la autoestima alemanas no pudieron recuperarse del horror de Auschwitz. Cuando la sangre deje de hervir por el recuerdo de los crímenes salvajes cometidos en los kibutz, cuando la autocensura cese y se comience a comprender a qué clase de matanza hemos asistido sin alzar la voz y sin actuar, fingiéndonos impotentes, nuestro rostro quedará desencajado, como el del ángel de Walter Benjamin. Pero ya será tarde. Para las familias de Gaza destrozadas, pero también para nuestros hijos y nietos, a los que habremos privado de la fuente de su orgullo y de su identidad.
Iñaki Iriarte. Profesor de la EHU/UPV
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