miércoles, 22 de noviembre de 2023

El Baroja chaval en Pamplona (J.M. Iribarren)

Baroja niño vivió en el 30-2º de la calle Nueva. Bozano 1971
He encontrado en La Voz de Navarra, de 1934 01 18, un artículo de José María Iribarren sobre la estancia de Pío Baroja en Pamplona. Baroja estuvo en nuestra ciudad desde los 9 a los 14 años, entre 1881 y 1886.
Iribarren escribió el artículo en 1934, cuando Baroja estaba recorriendo "la penúltima vuelta del camino".

Baroja y Pamplona
por José María Iribarren
Cuatro veces -a lo largo de la cosa agria y enorme de sus sesenta y tantos libros- habla Pío Baroja de Pamplona. En cuatro esquinas de su vida parece rendirse a esa atracción -ineludible y freudiana- que ejercen sobre el hombre los horizontes de su adolescencia.

La Pamplona que describe Baroja es la Pamplona rancia de finales del ochocientos. Ciudad de humo dormido. Ciudad doliente de campanas y lluvia. Constreñida por el corsé ortopédico de la muralla, donde los rastrillos jugaban a la Edad Media en los anocheceres...
La población, catalogada, dividida en estratos sociales. Hidalgos de chistera y esclavina pasean sartas de apellidos gloriosos bajo los portales de la plaza. En las mañanas de cadetes y Taconera, una banda castrense llena el aire de fantasías de La Mascota y de Boccaccio.
Pamplona tendría entonces la monotonía con que la retrató en un verso Manolo Iribarren:

Vida siempre la "mesma",
sigue su curso igual:
vigilias en Cuaresma
y baile en Carnaval.
Gigantes en la Mañueta
En los garitos de la Mañueta, peñas de sargentazos alternaban la lotería con las barajas y el billar en un ambiente de humazo y de guitarra. Los borrachos de la ciudad llenaban de Brindis de Marina los callejones del atardecer por donde iban las viejas al rosario de San Cernin.
A Baroja, amargado y ácido, le reventaban la clerecía, la hidalguía y el militarismo de aquella que él llamaba "ciudad levítica".
Baroja inauguraba su pubertad insobornable bajo el férreo dogmatismo de su tía. Una tía que él nos describe sádica y necrófaga, limpiando huesos familiares que guardaba en un arca. Poniendo nueces bajo los armarios para cerciorarse de si barrían las criadas. Mujer de gafas inapelables, urraca y pragmatista que conservaba en una caja "la dentadura de Deogracias" y que sabía las virtudes de los alimentos: el chocolate, con canela ardiente; el apio, bueno para la orina. Decía que el vinagre mata los bichos del interior y se enredaba en discusiones sobre si los guisantes son alimentos sano o flatulento y si después de las alcachofas era mejor beber agua o beber vino.
La Peñica (por donde está el caballo) luego se llamó "Río de los quintos"
Patio del Arcedianato
Pero Baroja se vengaba en la calle de esta opresión y de estos pragmas domésticos, y se curtía en un ambiente de barbaridades. ¡Con qué gozo revive don Pío sus granujadas moceteriles! Bromas en el Gayarre. Pedreas en la Vuelta del Castillo. Petardos en las casas de los canónigos (arcedianato). Baños en la Peñica. Periplos por el Arga en almadía... Había un pelotero al que, en cuanto podían, le derribaban la pirámide de pelotas con que enorgullecía su escaparate. Y un barbero en la calle de Curia que salía a encorrerlos, porque pasaban en fila ante su tienda golpeándole la bacía gremial. Y una fauna de tipos raros, paranoicos, de los que él y sus amigos se burlaban donosamente. Una vez le robaron a un vecino un aguilucho muerto y de lo alto de la buhardilla lo arrojaron sobre los aterrados transeúntes.
La pandilla de Baroja (de la que era gonfaloniero aquel inquieto Laquidáin, que acabó sus barrabasadas rompiéndose la crisma contra el foso de la muralla) constituía la pesadilla de Gonzalón, el probo cabo de alguaciles. Lo que más le gustaba era llenar de piedras las estancias vacías del caserón que fue palacio del obispo. O pasarse las horas muertas en el sol del Redín, montado sobre el lomo oxidado de las cureñas, junto a las pirámides de bombas invadidas de verdín y de musgo...

Baroja árbol del Cuco1860
Y al lado del Baroja áspero, espontáneo, insobornable, asomaba -ya para entonces- el Baroja filósofo, el solitario replegado en su yo, que soñaba aventuras ante el futuro inédito. Era el Baroja estudiante, lector de Werther y del Robinsón. El que, subido a un árbol de la Taconera, soñaba fábulas maravillosamente aprendidas en Verne y en Maine Reid. El que recuerda, con una rara clarividencia de horizontes, sus sentadas en el Redín y sus filosofías en el Mirador, cara a la cuenca verde, constelada de aldeas bajo el anfiteatro gris del San Cristóbal. Cuando su adolescencia estremecida imaginaba viajes marineros por las aguas de un Arga harinero "antimarinero", de orillas llenas de molinos."
Baroja era en aquellos tiempos un rapaz rubio con ojos glaucos de pescado y grandes en la cara. Ilusionado con ser flaco esquinado y moreno para tener partido con las pamplonicas. Su corazón precoz inauguraba una plural historia de amoríos.
Pío Baroja (1), Fermín Lipúzcoa (2), Juan Irigaray (3)
 y su hermano Fermín (4).  Arazuri PCB
Hay una Milagritos de catorce años que él se cruzaba en la escalera, con cuyas trenzas de oro ha miniado Baroja la inicial inefable de sus amores... Y otra muchacha que él veía asomada al balcón cuando marchaba al instituto. Y otra de ojos ribeteados que pasaba en Pamplona por una gran belleza. Y aquella Charo, esposa de un militar, de ojos verdes y pelo de caoba, olorosa de feminidad y de pachuli, que ejercía sobre sus quince años una atracción irreprimible...
Mas, sobre todas ellas, resplandece la Milagritos adolescente y rubia de quien habla Baroja con esa emoción primeriza y romántica que solo volverá a estremecerle cuando conozca a los cuarenta años a aquella Ana de Lomonosov que perfumó sus años parisinos.
En "Juventud, egolatría" vuelve don Pío a sus recuerdos de Pamplona. Habla de los Sanfermines como de unas fiestas ridículas y dibuja con trazos grotescos la figura de Sarasate. Recuerda lo que le sucedió en la Catedral cuando después de unos funerales salía tarareando los responsos y de un confesionario brotó la sombra de un canónigo gordo que la agarró del cuello y lo zarandeó en castigo de la irreverencia. Don Pío encuentra en esta escena la raíz de su clerofobia. Y habla de su más grande impresión de Pamplona, la de un ajusticiado (Toribio Eguía) que pasó por su calle cubierto de una hopa amarilla y al que después vio muerto en el patíbulo para tormento de sus sueños.

Hoy Baroja es un burgués madrileño con una faz dulce de fraile y una sonrisa tibia e indulgente que parece absolverle de todos sus pecados. Tiene dos gatos como buen solterón y anda a la caza de aventuras ochocentistas y de litografías de cuando Riego.
La vida ha ido limando las aristas de su alma y ha perdido la acritud del noventa y ocho. Cuando estuve con él hace tres meses hablamos de Pamplona, de la que el falta hace más de quince años. A Baroja le hablan hoy sus amigos (Huarte, Azcona, Juaristi) de una Pamplona de la que él falta hace más que Corbusier. Es la ciudad que más ha progresado en pocos años... También me dicen que León...
Pero Baroja ya no se acuerda nada de la Milagritos
Tudela, dieciséis de enero de 1934

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