Ermita de Cataláin (Mariví Saucedo)
viene de Crónicas Valdorbesas (1)
Mientras, en 1843, el maestro albañil levantaba la ermita de Santa Emeteria, llegó a Iracheta, en la Valdorba, un fotógrafo ambulante francés que, con su amabilidad, se ganó la confianza de los vecinos de la comarca, incluido el cura.
Llega un viajero
Coyne y Cia Corporación foral 1863 |
Y en ello andaba el maestro albañil, Pedro Echenique, aquel mes de julio, a la par que la mayor parte del pueblo se afanaba en las tareas de la siega y la trilla, cuando el cura de la parroquia, Don Trinidad, quedó boquiabierto al ver, a las seis de la tarde, entrar en el pueblo a un extraño personaje con atuendos poco comunes en la región y montado en un caballo de escasa prestancia al que seguía un mulo cargado de maletas y cajas.
Con un extraño acento que resultó ser francés, el viajero se dirigió al cura presentándose como Antoine Desmains, Conde de la Fontaine y viajero. Quiso saber también si había posada en el pueblo y, si podría alquilar alguna casa que estuviera vacía pero bien conservada.
No eran aquellos años muy pacíficos, ni Iracheta un lugar de paso, así que el cura aconsejó por prudencia al visitante que hablara con el alcalde, no sin antes satisfacer su curiosidad de confesor. Supo así —y pronto todo el pueblo— que Monsieur Desmains llevaba seis meses viajando por España, merced a una pingüe herencia que le permitía vivir ocioso, dedicado sólo a su aficiones de conocer lugares y gentes diferentes y, últimamente, plasmarlos en daguerrotipos, o sea, fotografías similares a las actuales realizadas por las primeras técnicas inventadas.
San Pedro de Echano |
Al día siguiente, el viajero expuso al alcalde y al cura su proyecto de fotografiar aquellas tierras y la vida de sus gentes: los campos, los pueblos, las casas y las labores de los vecinos en cuantas actividades fuera posible. Con creciente entusiasmo habló de inmortalizar la trilla y la siega, la Santa Misa, las reuniones de la taberna, el pastoreo, el lavado de la ropa en el río, la actividad de las mujeres en las cocinas, la comida familiar, el trabajo del médico... Había también de retratar, en noble actitud propia del cargo, al alcalde y al cura, así como a las familias más nobles del lugar. Y todo ello sin cobrar nada, al contrario que quienes comenzaban a instalar sus estudios en ciudades como Pamplona. Desmains transmitió su entusiasmo a sus dos interlocutores, que ya se veían en noble pose, mirando de frente a la historia.
Sin embargo, no todo pareció al cura conforme a la ley de Dios y tales fueron las dudas que en su interior crecieron aquella noche que, al romper el alba, salió a caballo hacia Pamplona para evacuar consulta con el obispo. Volvió al día siguiente con la noticia de que también otro francés poseía en Pamplona el mismo aparato, el cual había puesto al servicio de la ciudadanía, si bien ésta debía pagar por retratarse. Sólo dos condiciones puso a Desmains, que la máquina no se usara en la Iglesia, por ser ésta lugar santo en el que no se debe admitir frivolidades ni artes desconocidas, y que cuando fuera a fotografiar las tareas de las mujeres lo llevara a él mismo como garantía del honor de éstas en el trance de que un hombre entrara en casa sin la presencia del marido y aun a veces siendo la esposa la única en el lugar. Desmains aceptó todo lleno de entusiasmo.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, se dirigió a la casa del cura para invitarle a acompañarle en una excursión en la que pretendía hacer algunas placas sobre la siega. El cura declinó la invitación por tener que oficiar la Misa primera, pero quedó con él para acercarse por la tarde a las eras donde hombres, mujeres, niños y viejos trillaban y aventaban la mies y recogían el grano.
Al cabo del día, Desmains reía feliz como un niño porque intuía haber obtenido algunas imágenes de gran plasticidad y profundo sentido.
En los días siguientes, los juegos de los niños, las escenas de taberna, las mujeres lavando, el cementerio y hasta una pareja de recién casados colmaron las aspiraciones del viajero, que poco a poco iba trabando amistad con los vecinos gracias a su torpe castellano y a su permanente amabilidad.
Por las mañanas, el francés cargaba la máquina al hombro o a lomos del mulo, si pensaba alejarse mucho del pueblo, y con la ayuda de su sombrero y un estoicismo a prueba de torturas, desafiaba los rigores del calor con la más pura decisión. A veces, el cura le acompañaba por mero entretenimiento y otras, para cumplir el mandato del obispo, cuando Desmains anunciaba su intención de visitar la casa tal o cual. Pero una vez pasada la novedad, Don Trinidad comenzó a remolonear en su tarea de garantizar el buen nombre de las mujeres del pueblo. Además, para entonces, el francés se había ganado ya la confianza de todos los vecinos, bien en la taberna, bien en las charlas de los corrillos que se formaban cuando la noche refrescaba un poco el aire. El hablaba a quien le preguntaba, con un toque de vehemencia, de su proyecto de fotografiar toda España y a todas sus gentes en un inmenso inventario que vendría a mostrar de forma diáfana que esta nación guardaba las esencias más puras de la civilización, ajena a la nocivas desviaciones que se daban ya en otros lugares de Europa, tales como su propia Francia.
Así, con el transcurso de las semanas, Desmains se convirtió a todos los efectos en un vecino más de Iracheta; un poco raro, a juzgar de muchos, pero uno más.
Cuando, con la llegada de septiembre, llegaron las fiestas, se propuso trabajar aún más en la recopilación de imágenes como la procesión, los bailes o las comidas interminables, a las que además asistían multitud de parientes.
Y así, en el sermón del día del patrón, el cura, en un arrebato de hermandad, dio la bienvenida pública al francés, a la vez que encomió tanto sus virtudes humanas como el arte que, como precursor del progreso, había llevado hasta aquel apartado pueblo.
Tras la misa, sólo la moderación del viajero le libró de una buena borrachera, habida cuenta del empeño de todos en invitarle a beber.
Para entonces, entraba y salía de casas con entera libertad, siendo bien recibido, con su máquina a cuestas, y nunca hubo queja de nadie, pese a que el cura había dejado de acompañarle hacía varias semanas. Y las pocas habladurías que hubo, siempre inevitables en un pueblo, fueron cortadas rotundamente por Don Trinidad, bien en pleno sacramento de la confesión, o bien en las visitas de las tardes a las feligresas. Es cierto que Desmains entraba más en unas casas que en otras, y que no en todas permanecía el mismo tiempo, pero también es comprensible, porque no todas las casas ni todas las personas ofrecen la misma estética.
Rosado en la cripta de Orisoain |
El día de la inauguración, el viajero agradeció públicamente la acogida del pueblo entre el que, después de dos meses, se hallaba plenamente integrado; y el alcalde propuso, después de trasegar el tercer vaso de vino, donado para el acto por la Hermandad de San Isidro, nombrar hijo predilecto del pueblo a Monsieur Desmains, por contribuir de tal forma al desarrollo de las ciencias y de las artes en Iracheta y aun en todo el valle.
Continúa en Crónicas Valdorbesas (3). Un suceso inesperado
2 comentarios:
Interesante relato a seguir
Demonios Pachi, vaya historia tan bonita y cómo refleja la cultura y valores de la época.
Precioso, ansioso de seguir la historia de Antoine.
Gracias Pachi.
Navrazon.
Publicar un comentario