miércoles, 8 de mayo de 2024

El cable de la muerte (y II)

El cable de la muerte o cuidado con «la calambre»
El Cable de la Muerte era un artilugio de nombre terrorífico que consistía, en esencia, en un torreón de madera, como los puestos de vigilancia de los «vopos» tras el Telón de Acero, desde cuya plataforma «de lanzamiento» hasta un colchónmuelle de «freno automático» bajaba un cable de acero inclinado, de unos 70 metros de largo, sobre el que se deslizaban, vertiginosamente, unas poleas con asas de las que colgaba, aferrado, el usuario hasta su encontronazo con el «freno», si no se caía antes.
Esposa y madre del "artista"
La instalación ya dio que hablar, ocasionando la primera víctima: una señora que se rompió el tobillo al meter un pie en el agujero abierto para uno sano y pintoresco. 
El torreón, que debía ir afianzado por sirgas a modo de vientos, como se rompieron enseguida, quedó sostenido por su propio mérito y más bien por casualidad. Aparte de emocionante y hasta algo arriesgado, todo resultaba tremendamente artesano. 
La plataforma superior estaba autorizada para una carga máxima de 10 personas, lo que no quita para que siempre estuviera invadida por 40 ó 50 que se enjambraban, queriendo tirarse por el cable. 
El freno era genial. Consistía en dos mullidos y ostentosos cojines asolapados, superpuestos, sujetos por cables de goma robustos y muy tirantes a unos postes, a cada lado. El «cablista» llegaba como una centella, chocaba a cuerpo limpio contra el cojín, el cabletirabeque amortiguaba el golpe y se soltaba uno. 
Pero lo curioso es que aquellos cojines tuvieran bordados enormes escudos de Cataluña y es que se trataba de un recuerdo, «botín de guerra» que el empresario se trajo del Salón de la Generalitat cuando participó en la liberación de Barcelona.
Juanmartiñena y Basiano Yesa 1950-54
Aquellas fechas eran las de formación de la División Azul, que iba a ir a luchar en las estepas rusas contra el comunismo. Había en Pamplona muchos aspirantes a «voluntarios» y al estar dirigiendo los trabajos de instalación de El Cable de la Muerte un pamplonés grande, gordo, jocundo y rubicundo, a la gente le dio por decir que era un ingeniero alemán y que aquello era para probar las agallas y entrenar a los que querían ir a Rusia. Desde luego allí se probaba, bien probado, el coraje de cualquiera. En cuanto a lo del «ingeniero», lo decían los barraqueros, porque los demás lo conocíamos todos.
Llegaron, por fin, las pruebas previas, a puerta cerrada todavía y entre comentarios apocados de ¡qué barbaridad! ¡qué salvajada! ¡eso es suicida! y otros similares de los asistentes. Aparte de la señora perniquebrada, los tres primeros heridos fueron, casualmente, los tres primeros «voluntarios» que se tiraron, hiriéndose los tres en la misma mano, por un fallo del mecanismo de freno, que luego se arregló. En vista de lo cual (Y por que tenía la otra escayolada) el técnico responsable, cuando le llegó el turno, siendo peso pluma, se tiró agarrado sólo con una mano. 
1943 montón
Vista la pusilanimidad de la gente (total por una insignificancia de nada, como que debajo del cable no hubiese ninguna red «pa por si acaso») el pamplonés a quien se había reservado el alto honor de inaugurar El Cable, a pesar de que se machacó y se cortó su dedo correspondiente, para levantar los ánimos prorrumpió en grandes gritos de júbilo al llegar con vida: «Maravilloso» ¡Fantástico! ¡Es formidable! Y hasta propuso, para darle un poco más de emoción a la cosa, plantar bajo el Cable estacas de boj aguzadas.
No sólo no cuajó lo del llano estacado sino que, por varias razones entre otras por Orden Gubernativa, hubo que colocar una red, como condición «sine qua non» para abrir al público.
La primera que hicieron no valía, porque era como para cazar cardelinas y no resistiría caídas desde 30 metros de altura. Se hizo y se puso otra, ya más seria. Pero como la gente se enganchaba, como las palomas en Echalar, quedándose estribada y costaba mucho vaciar la red, no pudiéndose tirar nadie mientras tanto, no dio buen resultado. Por otra parte ¡qué más quería la «gente de bronce» que una red así para descabezar sus siestas de madrugada!
Y enseguida, tras haber servido de hamaca colectiva a medio centenar de mozos, la red se estiró tanto que estaba materialmente «depositada» en el suelo, con pérdida total de su misión amortiguadora.
1943 Derribo quiosco Plaza
 del Castillo. Galle AMP
Hubo que colocar entonces encima una lona, improvisada cosiendo las de ocho vagones de la Renfe, sujeta por gomas a unos pivotes. Teóricamente -pero la teoría falla a veces- tenía una capacidad de resistencia de 1.000 kilos por metro cuadrado «al impacto» y cuando el mismo ingeniero alemán (que se llamaba Pello) hizo la prueba con su bien alimentado corpachón, todo salió a pedir de boca, salvo que estuvo un rato botando y rebotando como una pelota en trinquete o acróbata en colchón, casi como aquel a quien tuvo que matar a tiros la Guardia Civil. Pero la lona aguantaba.
Hasta que... un día, recién puesta la lona, llegó un bilbaino tremendo, descomunal, impecablemente vestido de blanco con un clavel rojo. Aquella humanidad pidió garantías, se le explicó la prueba satisfactoria del «ingeniero alemán», se le enseñó al «ingeniero» y ya tranquilo subió a la plataforma y se tiró. Se tiró y se cayó. Con la mala fortuna de hacerlo completamente en vertical, como un barreno, desapareciendo limpiamente por el agujero que abrió en la lona y casi desnarizándose al pegarse con la nariz contra el durísimo borde.
Visto el fracaso de lona y red, se decidió como lo más práctico mullir el suelo a base de serrín. Y así se hizo, trayéndose más de 20 toneladas de la serrería de Zubiri y extendiéndose un auténtico serrinal subcabláneo, bajo red y lona. 
Cartel de fiestas
La cosa no dio mal resultado hasta que un día se levantó una bochornera, se originó un «simún» de serrín, metiéndose en los ojos de los espectadores y los 20.000 kilos, kilo más, kilo menos, fueron a sedimentarse un poco más allá, formando dunas sobre las churrerías y los puestos de almendras garapiñadas. ¡Un desastre!
El Cable tuvo muchos enemigos. Sobre todo los que, ignorando las poleas con asas, se tiraban «a mano», agarrándose directamente a la sirga, con lo que (si no se caían antes, al tener que soltarse de puro dolor y quemazón) llegaban al final con las palmas y dedos despellejados. Alguno de estos, que se quejaban de que el cable diese «la calambre» debió de ser quien lo denunció como «cable eléctrico de alta tensión», calculada en unos ¡40.000 voltios!
De todas maneras, a pesar de su nombre y lo que va referido, no hubo ningún muerto, aunque sí esos 46 heridos a una media de 6 y medio al día que dieron gran concurrencia a la Casa de Socorro; incluidos dos hundimientos de cráneo el primero de un muchacho aviador, que debía de estar entrenándose indemnizados a razón de 750 pesetas de las de entonces, y el dedo de darle al disparador, que se rompió un fotógrafo ambulante.
El empresario, solía vaciar la red de durmientes a puntapiés, metiéndose por debajo, y perdió en el negocio 9.000 pesetas, también de las de entonces. En cambio, el que se forró fue su vecino, el Coronel Mac Dougal, un americano que andaba en moto dentro de un cilindro vertical, quien le propuso entrar en sociedad pues el Cable era un éxito siempre que todo el mundo pagase su entrada, lo que no era frecuente en «El Cable de la Muerte», pese a los socios industriales, unos conocidos «pelotazales» pamploneses.
Una noche, preocupado el empresario por lo que pudiera estar ocurriendo en El Cable, decidió darse una vuelta, a última hora, para comprobar cómo vigilaba y ponía orden cierto cancerbero que había contratado. Conforme se aproximaba a las barracas las carcajadas y los alaridos que brotaban de su recinto le hicieron sospechar que algo no iba bien. En efecto, en duro codo a codo con un enjambre de etílicos y dándole todos al codo, el cancerbero no sólo no les impedía subir a la torre, sino que les estimulaba a hacerlo y los iba tirando «directamente», sin cable, polea ni garambainas. De cabeza a la red, que estaba ya como las de las almadrabas, llena a rebosar, aunque más de merluza que de atunes.
Y esto es un poco sólo un poco de lo mucho que se podría rememorar de El Cable de la Muerte, que daba «la calambre» y que se fundió, poco después, en fiestas de Tudela.
Anecdotario verídico por Katontxu.
publicado en DN 1966-07-08

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