Si estás pasando por un infierno... Si tu autoestima está por los suelos... Si ves que no vas a poder salir solo... Si crees que tienes al enemigo en casa... Si sospechas que puedes ser tú el enemigo... Si tienes un hondo penar...
Malos tratos
Hay malos tratos fácilmente observables y cuantificables, pero hay otros que están ocultos y requieren de terceras personas para detectarlos
José María Marco Ojer
Tras mi papel como compañero de trabajo, como
profesional, como vecino o como cliente del bar, queda siempre un yo más
profundo, más oculto. Tras mi papel queda un “más allá” escondido por esas
máscaras, por esa apariencia que, a veces también como hipocresía, pero con más
frecuencia como dosis de buena voluntad, buena educación o necesidad de
convivir, deja atrás el rostro que me muestra con total sinceridad.
Detrás,
está ese prisma de infinidad de caras que somos cada uno de nosotros, caras
imposible de ser contempladas simultáneamente.
Pero al llegar a casa, a los que
me quieren, cae una buena parte de los personajes que manejo en el teatro del
mundo. Muestro mi persona sin tapujos, porque los que me quieren no necesitan ver
mis máscaras sino a mí -dentro de los límites que exige la convivencia, el
respeto mutuo y la igualdad-.
Hay malos tratos fácilmente observables y cuantificables. Se miden en número de marcas en el cuello, roturas, moratones en los brazos o incluso puñaladas.
Otros son más ocultos y subjetivos. Me siento culpable, mi
autoestima está por los suelos, él o ella es mi controlador y mi conciencia, yo
soy la responsable de todo lo malo, su servidora o el proveedor de efectivo.
Aquí, la línea entre maltrato y normalidad es más etérea, más
inconcreta, más parcial.
Unas lo soportan porque todavía no ha llegado a las
manos, otros porque es ocasional, otras porque, cuando no está, le van buscando
la vuelta, o porque es ya tal su dependencia que les resulta imposible romper y
comenzar de nuevo.
Desde fuera nos resulta relativamente fácil valorar lo que
desde dentro resulta invalorable, afirmar “qué haría yo” en decisiones que yo
no tengo que tomar.
Sugiero
que si las ideas tienen que estar acalladas; los deseos, ocultos; las dudas,
íntimas; las emociones, rechazadas. Que sí te hacen dudar de quién eres, que si
tienes que seguir utilizando máscaras o interpretando papeles; es hora de reconstruir
o de abandonar. Porque nadie que te quiere te oculta ni te reprime. Nadie que
te quiere evita que te muestres. Nadie que te quiere te prohibe el espacio para
ser tú, ni te convierte en personaje.
Digo reconstruir o abandonar porque
aunque difícil -dependiendo del grado y de la voluntad de cambiar-, quizá todo
no esté perdido.
En nuestra complejidad, desde ese punto de vista en el que la
educación y la experiencia nos han colocado, es difícil ver las cosas de otra
manera. Por eso aunque cuesta, es necesario y positivo la intervención de una
tercera persona.
No del pariente o del amigo que necesariamente tiene una
posición en este conflicto, sino de un profesional que desde sus conocimientos,
experiencia y neutralidad sea capaz de abrirnos los ojos, de ponernos en otra perspectiva
y de dilucidar hasta qué punto el causante del problema está dispuesto a
cambiar o no.
Necesitamos a ese tercero que amplíe nuestra visión y nuestra subjetividad, que ayude a descubrir como anormal lo que se tomaba como normal.
Que
me ayude a reconocerme como soy y a olvidar esa imagen triste y patética que
esa otra persona ha hecho que me crea y que si es necesario descubra también
conmigo la fuerza necesaria para después de la ruptura, volver a empezar.
Sólo
en casa puedo estar con ese pijama desgastado, repantingado en el sofá. Sólo en
casa echo una cabezada después de comer, y sólo en casa me acurruco debajo de la
manta de cuadros.
Sólo en casa de los que me quieren puedo estar -de vez en
cuando y con confianza- insoportable. Sólo allí soportan que detrás de todas las
máscaras sea mis ideas, mis deseos, mis dudas y mis emociones.
José M. Marco
Ojer es profesor de filosofía.
josemmarco@gmail.com
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