Anuncio de 1973 |
A partir de 1994 nos trasladamos a vivir de la Milagrosa a Mendillorri y, lógicamente, cambió el trayecto hasta el trabajo, en el instituto de Ibaialde.
Y se prestaba a hacerlo en bici, sin apenas tráfico, la mayor parte por pistas. Una gozada.
Un día, a la vuelta del trabajo, cuando llegué al "ceda el paso" (arranque de la flecha amarilla), comprobé que no venía ningún vehículo y, en vez de dar la vuelta a la rotonda, cogí el alcorce por la flecha amarilla.
Con la mala suerte de que, detrás de mí, venía el autobús de la escuela de mi hija y uno de sus compañeros, a grito pelado, preguntó:
- ¿De qué dijiste que daba clase tu padre?
Y mi hija, con toda la candidez de sus once años:
- No te digo...- remató el compañero.
La risotada general resonó en todo el barrio.
Pero esto no es nada para lo que viene a continuación.
Me lo desolvidó hace unos días mi hijo, porque a mí -¡qué selectiva es la memoria!- se me había olvidado totalmente.
Como todas las mañanas, salí de casa al trabajo con todos los sacramentos: la mochila con la cartera en su interior, el casco bien colocado, una braga de cuello (hacía frío de par de mañana), las pinzas para que las garras del pantalón no se rozaran con la cadena, los guantes de ciclista con los dedos libres...
Ya había dejado atrás Mendillorri y atravesado el Puente Viejo de Burlada. Y cuando -después de dos kilómetros recorridos- estaba en mitad de la Nogalera...
-¡Ahí va, la bici!
Pocas veces me he sentido más ridículo: ¡con el casco puesto, los guantes de ciclista y las pinzas en las garras del pantalón por todo Mendillorri... Dos kilómetros de esa guisa... ¡y sin bici!
Lo primero que me quité fueron, lógicamente, las ridículas pinzas que me daban ese aire de pingüino.
Inevitable recordar aquel anuncio de 1973...
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