domingo, 20 de diciembre de 2020

Las entrañas de las Peñas de Aya

No sé dónde leí que la mole granítica de las Peñas de Aya fue lo primero -como en la foto- que asomó cuando el mar se fue retirando. Allá por el 79-80 recorrí decenas de veces, emocionado, todo su cresterío. Pero, para rato sospechaba lo que escondían sus entrañas

La arqueóloga que encontró a los romanos en la Vasconia irreductible Ander Izagirre
Mertxe Urteaga recorre la galería romana. ALEX ITURRALDE
Desde que exploró una asombrosa galería en Guipúzcoa con 22 años, Mertxe Urteaga ha demostrado la importancia de la colonización romana en la zona montañosa del País Vasco, pese al persistente mito del enclave sin conquistar
A sus 22 años, la arqueóloga Mertxe Urteaga planeó una exploración secreta por el subsuelo de las Peñas de Aya (Guipúzcoa). 
Aprovechó un fin de semana, cuando no había gente trabajando en las minas de Arditurri, para dirigir al geólogo Txomin Ugalde y al historiador Ricardo Berodia en la búsqueda de una rendija hacia el tesoro: hacia una galería romana en este territorio vascón que en teoría los romanos nunca habían conquistado.
Mertxe Urteaga en el coto minero de Arditurri. A.I.

Era 1982, la Real Compañía Asturiana de Minas explotaba el coto de Arditurri y acababa de ofrecer al Ayuntamiento de Oiartzun una pequeña joya: un tramo de galería romana que podría abrirse al público. Urteaga, una recién licenciada que trabajaba en los archivos del municipio, arrugó la nariz. Había visto fotos sacadas por los ingenieros en las minas, había leído informes que acumulaban polvo de dos siglos y sospechó que la empresa ofrecía ese caramelo, en un paraje remoto y sin valor económico, para distraer la atención de la maravilla que escondían aquellas montañas: una asombrosa red subterránea excavada hacía 2.000 años.
“La empresa conocía los informes de Thalacker en 1803 o de Gascue en 1897 en los que se hablaba de una gran infraestructura romana, y conocía las bocas de muchas de aquellas minas”, explica. “Les servían para llegar a los filones y seguir explotándolos. Pero no decían nada porque no querían arqueólogos incordiando. Y en el mundo académico nadie hacía caso al asunto. El mito de que los vascones de la zona montañosa habían rechazado a los romanos estaba muy extendido, era una clave para explicar la pervivencia de la lengua vasca”.
Urteaga en 1986 de visita a un caserío. JOSÉ USOZ

Cuarenta años después, la guipuzcoana Urteaga nos guía por la vaguada de Arditurri para mostrarnos el paraje en el que ella y sus compañeros empezaron a agrietar el mito. En el regazo de las imponentes muelas de granito de las Peñas de Aya se cuela por una galería de dimensiones humanas: 1,80 metros de altura aproximada, una anchura que se puede abarcar con los codos desplegados y una forma suave y abovedada típica de los romanos, que encendían fogatas para fragmentar la roca y luego retocaban el túnel con picos.
“Enseguida percibimos la mano romana, fue muy emocionante”, dice, mientras acaricia la roca tallada, señala huecos donde los mineros depositaban lamparitas de aceite, muestra el canal que sigue desaguando, explica hallazgos de bateas de madera, picos de hierro, tejidos impermeables de lana con pelo: ropa de minero. “La sensación de avanzar por el interior de la tierra es muy intensa, te adentras en lo más profundo y de pronto descubres una huella humana de hace milenios… A mí este sitio me maravilla. Percibes el plan minucioso para acceder hasta el filón, las rectificaciones en el trazado de la galería, la inclinación para que desagüe. Es una construcción en negativo, un vacío escultórico. Parece una obra de Oteiza”.
Urteaga en el coto minero de Arditurri A.I.
Al cabo de 50 metros, esta galería horizontal conecta con otra diagonal muy inclinada por la que penetraron los prospectores romanos. Cuando encontraron el filón, los topógrafos tuvieron que determinar el nivel en el que debían perforar la segunda galería, la horizontal en la que trabajarían los mineros, por la que ahora caminamos. Una hipótesis dice que enlazaban docenas de metros de intestinos de gato hasta el exterior y los llenaban de agua: así podían ver desde fuera el nivel exacto del filón subterráneo.
La Compañía Asturiana cerró las minas en 1984 y dejó campo libre para los arqueólogos. Solo en Arditurri encontraron más de 40 zonas de explotación romana, incluidas obras tan complejas como un acueducto subterráneo de 425 metros que desaguaba las filtraciones –y las sigue achicando– para que los mineros trabajaran 15 metros por debajo del río. “Cuatrocientos hombres durante 200 años no hubiesen sido suficientes para horadar todas estas galerías”, escribió el ingeniero Thalacker en 1803. Los arqueólogos descubrieron más explotaciones romanas en el entorno de las Peñas de Aya, tanto en Guipúzcoa como en Navarra, y así confirmaron la importancia de aquel distrito minero, uno de los principales productores de plata, hierro y cobre de la provincia Tarraconensis. Convencidos de que la ocupación romana debió de ser mucho más intensa de lo que se creía, Urteaga y sus compañeros del centro Arkeolan buscaron y hallaron otra gran sorpresa en pleno centro de Irun.
El coto minero de Arditurri. A.I.
En 1992, aprovechando unas obras en la calle de Santiago, pidieron permiso al Ayuntamiento para buscar restos de un puerto romano. “Les daba la risa. Pero hicimos varios sondeos, el cazo de la excavadora iba sacando montones de limo negro y de repente soltó un montón de piezas de cerámica romana. ¡Tremendo! Encontramos miles de fragmentos, estructuras de madera, amarres… Era un puerto con muelles, almacenes, aduanas, un punto por el que circulaban salazones del Mediterráneo Oriental, cereales y vino del valle del Ebro, aceite de la Bética… Justo ahora estoy con una investigación en la que planteo que el puerto tenía una fachada monumental, para mostrar la importancia de la ciudad”.
Debajo de Irún estaba Oiasso, la ciudad de los vascones que mencionaban los geógrafos clásicos, con el puerto, las necrópolis y las termas que han ido desenterrando los arqueólogos, con trazas de templos y teatros que aún no han aparecido. “Algunas personas se acercaban a la excavación y nos tomaban el pelo: ‘Pero a ver, chicas, ¿todavía no sabéis que los romanos nunca llegaron aquí?’. Un señor pasaba todos los días junto a la excavación y nos insultaba”.
—¿Y eso?
—A algunos, nuestros descubrimientos les sentaban fatal porque les rompíamos una idea de su identidad: “Los romanos nunca ocuparon este país, los vascones se resistieron, por eso somos un pueblo peculiar con una lengua única…”. Ese mito estaba muy arraigado. Algunas personas del mundo cultural y académico también nos trataban como si estuviéramos cometiendo una traición.
El centro de interpretación de Arditurri. A.I.
Ella sostiene que la cultura vasca no sobrevivió a pesar de los romanos, sino gracias a ellos. “Su ejército era imparable, se instalaron en las zonas vasconas que les interesaban y los dirigentes nativos probablemente se integraron en el imperio para recibir ventajas: cargos políticos, negocios, nivel de vida. Gracias a los romanos, recibieron un cursillo de actualización acelerado. En un par de siglos adoptaron la escritura latina, las técnicas más avanzadas de construcción y agricultura, el urbanismo, el arte, la higiene, todo lo que otras civilizaciones habían desarrollado durante milenios. Hubo culturas que se quedaron al margen de esas modernizaciones y desaparecieron”.
El pasado no existe, dice Urteaga. Siempre vivimos en el presente, son las ideas del presente las que modelan nuestra visión del pasado. El de Oiasso era el primer puerto romano de la península Ibérica que veía la luz, no había más de una docena en todo el mundo, se trataba de un tesoro, pero debían apostar por la divulgación para que la sociedad vasca fuera entendiendo su valor. Contaban con unas pruebas arqueológicas consistentes y el apoyo de las instituciones públicas. Dieron conferencias, abrieron el Museo Oiasso, todos los años organizan un festival de cine arqueológico, otro de espectáculos romanos…
Hace unos años, Mertxe Urteaga conversaba durante un recorrido en tren con una señora de Irún. “Me preguntó en qué trabajaba, le dije que era arqueóloga y me contestó: ‘Ah, sabes que Irún fue una ciudad romana, ¿no?’. Pensé: ‘Ya está, lo hemos conseguido”.

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