domingo, 19 de febrero de 2017

1957, último garrote vil en Navarra

Fotograma del episodio televisivo de "La huella del crimen",
sobre el asesinato de las estanqueras de Sevilla, en 1952
Ejecución de dos hermanos de Miranda de Arga Pamplona, 23.07.1957
Ocho horas antes de la ejecución, los dos condenados a muerte y su abogado compartían una botella de coñac y unos frutos secos. El cura que les había confesado hacía rato que se había marchado. En un momento de la conversación, los reos dejaron de interesarse por los recién terminados sanfermines.
«Don Joaquín —preguntaron a su abogado—, ¿cómo nos van a matar, a fusilamiento?». «No, con el verdugo. a una muerte rápida». Se hizo el silencio. Sólo el improbable indulto de Franco podría salvarlos del garrote vil al amanecer. En la secretaría de la prisión, como cada media hora, llegó otro telegrama gubernativo: «No hay novedad».
A las 6:30 de la mañana del 23 de julio de 1957, los dos condenados, Cirilo Javier y José María Celaya Pardo, hermanos residentes en Miranda de Arga, de treinta y seis y veintitrés años, morían a garrote vil en el patio de la prisión. Serían los últimos ejecutados en Navarra. Su delito, haber matado a sus padres, José Celaya López y Trinidad Pardo, y a uno de sus hermanos, Domingo Celaya Pardo, por una herencia.


Si no es a las buenas, a las otras
Los crímenes ocurrieron dos años antes, el 7 de noviembre de 1955. Aunque la prensa apenas le hizo eco, su impacto en la sociedad debió de ser mayúsculo. La memoria de la Fiscalía cita el crimen como «un hecho que alarmó extraordinariamente a la opinión pública por su trascendencia y brutalidad».
La sentencia de la Audiencia Provincial, que condenó a los dos hermanos y absolvió a un tercero que se encontraba en la mili en Pamplona, hace un relato detallado de los hechos. El caso comenzó en octubre de 1955, un mes antes de los crímenes, cuando los padres comunicaron a sus hijos, labradores de profesión, la intención de ceder las tierras al hermano que sería asesinado, de veintiocho años «Los procesados —sigue— se manifestaron hostilmente contra este acuerdo», y empezaron a enviarse cartas entre ellos. En una de las misivas, un hermano escribe a los otros dos: «A ver si hacemos algo entre todos, que yo creo que haremos si no es a las buenas, a las otras».

Tres asesinatos
La tarde del día de autos, los dos hermanos que cometieron los crímenes la pasaron en un bar del pueblo «jugando y merendando con otros amigos». En el mismo local se encontraba el hermano heredero, pero no cruzaron palabra con él. A la 1:15 de la madrugada, la víctima abandonó al bar hacia casa de sus padres, donde dormía.
Cuarenta minutos después, los dos hermanos recorrieron el mismo camino. Accedieron a la cuadra y tomaron «una barra de hierro y un palo o mango de azada». A continuación, entraron en la habitación de su hermano. Tras encender la luz, uno de ellos descargó sobre él «un contundente golpe con la barra de hierro en la cabeza o en el cuello». Los padres, al oír los ruidos, se presentaron en la habitación.
La confusión que produjo la presencia de sus progenitores, añade la sentencia, fue aprovechada por el herido pan huir a la calle, perseguido por sus hermanos. Al no poder refugiarse en ninguna de las casas del barrio, lanzó una piedra a sus hermanos y alcanzó a uno. En ese momento, la víctima regresó a casa y se encerró con sus padres en la habitación. Los condenados volvieron, forzaron la puerta, y «acometieron sucesivamente» a padre, madre y hermano.

Verdugo y feriante
Después de ejecutar los crímenes, los dos se entregaron a la Guardia Civil. «Sin dar muestra alguna de arrepentimiento», declararon que habían tenido una riña con sus padres, «contestando a la agresión», y que a la salida se encontraron con el otro hermano, «desfigurando totalmente la realidad», afirma la sentencia. Los dos hermanos, más el que estaba en la mili, fueron detenidos.
El juicio se celebró el sábado 26 de mayo de 1956 en la Audiencia Provincial. Acudieron unas dos mil personas, muchas de las cuales aguardaron noticias en el paseo de Sarasate. Seis días después, el 1 de junio de 1956, los dos autores materiales fueron sentenciados a tres penas de muerte por dos delitos de parricidio y otro de asesinato.
Los condenados recurrieron al Tribunal Supremo, que confirmó la sentencia en julio del año siguiente. La ejecución se llevaría a cabo el 9 de julio de 1957, pero su abogado logró retrasarla. «Cómo van a matar en sanfermines?», justificó. Se aplazó al 23 de julio. [Según otras versiones, el verdugo -cuyo nombre no trascendió- fue quien logró el aplazamiento. Además de verdugo, era feriante].

"No hay novedad" 
Ésta es la fuente del relato
Contra reloj, el último recurso para evitar las muertes era apelar al indulto de Franco y conmutar la pena por una cadena perpetua. La víspera de la ejecución, el director de la prisión encomendó al defensor Joaquín Olcoz el cuidado de los dos reos. Cuando esa tarde se dirigía a la cárcel, el abogado se encontró con un amigo. «Le dije a dónde iba y me dio una botella de coñac. Luego compré chufas y caramelos y fui a la cárcel», contaría más tarde. A las siete de la tarde, bajaron a los dos presos al salón de la cárcel donde se reunían los abogados. Allí, se les leyó la sentencia. «Hubo muchos gritos e insultos, no dejaban ni leerla». Después, vino el cura y los dos se confesaron. También llegó el verdugo. «Quería regular la altura del garrote vil conmigo, pero me negué», recordó también.
Sus últimas horas las pasaron charlando con Olcoz en esta estancia de la prisión: «Estaban muy serenos. Yo les decía que Dios ya les había perdonado, que fueran valientes», dijo más tarde. A las 6:30 de la mañana, el telegrama seguía sin novedad. El verdugo tenía que actuar. El cura, el capellán y el propio Olcoz condujeron a los reos al patio. La mañana era templada. «Recuerdo que íbamos rezando. Al llegar, uno me dio un abrazo y me dijo: "Usted va a ganar todos los pleitos". Le contesté: "Vas al cielo"». Delante de unas diez personas, prácticamente desfallecidos, fueron ejecutados. José María tardó cuatro minutos en morir porque el verdugo no acertaba la rosca. Su hermano esperó a su vez cinco minutos a que arreglaran el instrumento.

Una conversación de hace un par de días en la que se habló de este terrible caso me ha hecho relacionarla con las entradas que dediqué a Toribio Eguía, la última ejecución pública, en la Vuelta del Castillo y de la que habló Pío Baroja. Vio pasar, siendo niño, al reo desde su casa de la Calle Nueva. Aquello le marcó. De 

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