Viene de ETA, dueña de vidas y familias
La enfermedad avanzaba imparable y el confidente volvió a ingresar en el hospital, esta vez para no salir. Un mes duró esa última estancia en la clínica. Nuestro hombre había muerto llevándose con él su secreto. El fallecimiento causó honda conmoción entre sus correligionarios. No sospechaban que su pérdida causaría similar conmoción en el otro lado de la «trinchera».
La Marcha fúnebre del compositor Pablo Sorozábal atronó desde primeras horas de la mañana las calles de su localidad; en los accesos podían verse pancartas con su nombre en las que se ensalzaba la lucha abnegada del militante fallecido. A lo largo del día se fueron congregando cientos de simpatizantes, venidos desde distintos lugares del País Vasco para darle un último adiós.
Los organizadores del acto impartían por megafonía diversas instrucciones y consignas a los asistentes. En las calles, la gente se apelotonaba a la espera del furgón fúnebre que las atravesaría conteniendo sus restos mortales. Por fin, llegó el vehículo que transportaba el cadáver, pero se detuvo a la entrada del pueblo. Allí mismo, en muestra de aprecio y deferencia, sacaron el féretro del coche e iniciaron la procesión fúnebre, encabezada por un grupo de jóvenes portando ikurriñas. El silencio se podía cortar. Algo más atrás caminaba, formando hileras a ambos lados de la calle, un gran grupo de personas blandiendo igualmente grandes banderas de Euskadi. La parte central de la procesión estaba ocupada por una fila de mujeres que exhibían retratos, sostenidos por palos, con las caras de terroristas muertos o presos en las cárceles. Algunas sostenían carteles dibujados con el anagrama de ETA -el hacha y la serpiente-, haciendo gala de un fervor cercano al fanatismo. Esos eran, ahí estaban, los símbolos de su verdadera fe o, más bien, los becerros de oro de su «ideología». Desfilaban a continuación los líderes de HB, que no hacían ningún esfuerzo por disimular ante los suyos la evidencia de sus rostros compungidos. La procesión se completaba con la presencia de la desconsolada viuda, vestida con ropas oscuras y llorando a mares, caminando sola tras el féretro. Su marido, igual que ella, lo había dado todo por la «causa». Alguien de entre los presentes liberó su angustiado pecho profiriendo el grito de guerra: «Gora ETA militarra», emitido este con rostro crispado y alargando la última sílaba durante unos segundos. «Gora», respondió la masa con el mismo tono de rabia contenida. Y luego, de nuevo, el silencio.
El alma inmortal del confidente, cuyo cuerpo estaba siendo zarandeado sin piedad a causa del desacompasado caminar de los portadores del féretro, se regocijaba con la escenificación, que podía contemplar desde todos los ángulos y percibir en toda su insuperable y absurda irrealidad. Realmente, el espectáculo resultaba increíble. Toda aquella liturgia era para él. "Si ellos supieran", se dijo. Ahora podía por fin reírse de todo, sin temor a ser escuchado. Solo una persona, un guardia confundido entre aquella muchedumbre, podría quizá distinguir el sonido de sus sonoras carcajadas.
La comitiva pasó por delante de la sede de HB, con la ikurriña a media asta, y antes de llegar a la iglesia, entonó al unísono el Eusko Gudariak, himno al soldado vasco que invita más que nada a la melancolía. A continuación se dirigió hacia el templo, abarrotado, donde tuvo lugar el funeral, muy emotivo y realizado íntegramente en euskera. Una vez finalizada la ceremonia religiosa, se celebró un acto político en el que intervinieron representantes de KAS, HB, y algunos amigos del militante fallecido. La caja que guardaba sus restos, cubierta por una ikurriña y una tela con el «Bietan jarrai», símbolo de ETA, presidía el sentido homenaje, en el que no podía faltar el baile del aurresku, danza viril ejecutada por un bailarín que, portando una chapela (boina) en la mano, levanta alternativamente las piernas hasta la cabeza mientras salta girando 360 grados sobre sí mismo al son del chistu y del bucólico tamboril. El espectro del confidente permaneció con gesto serio y sin mover un músculo, como correspondía a la solemnidad del momento.
Para terminar el acto, un amigo de la familia, que en realidad lo era solo de la esposa, leyó emocionado su panegírico: «Tus últimos sueños suben al cielo por el horizonte, alumbrando el firmamento de Euskadi como una estrella brillante. Viviste y moriste en el exilio. Sabemos muy bien que el exilio es una de las armas que utiliza el Estado opresor para destruirnos. Con este acto no pedimos compasión, tampoco queremos reivindicar un victimismo fácil; simplemente deseamos ser justos contigo, que hiciste todo lo que estuvo en tu mano pensando en nosotros. Para levantar una Euskadi libre, socialista y feliz, entre otras formas de lucha, consideramos necesaria la lucha armada, y tú fuiste para nosotros un modelo a seguir. Tu muerte ha sido una gran pérdida por la manera ejemplar de enarbolar la bandera del Movimiento Vasco sin hacer dejación de tus convicciones. Esa es una clase de moral digna de elogio. Gracias a los que como tú habéis dado la vida por Euskadi, está subiendo cada vez más el movimiento popular, y aumentando cualitativamente la lucha armada. Adelante, gudari, no perderemos. No te decimos adiós, gudari; ¡hasta el día de la victoria!». Nuevamente, el alma del confidente se sintió abrumada por aquellos elogios y pensó de forma instintiva en el adiós que otros, sus verdaderos aliados, podían estar íntimamente dirigiéndole. En eso mismo pensaba el guardia-testigo de aquella escena inverosímil, que quedó fielmente reflejada en la prensa de la época.
El cortejo se puso nuevamente en marcha camino del cementerio; tras el féretro se colocaron los amigos, portando coronas de flores remitidas por la familia y por diversas organizaciones relacionadas con el entramado etarra: KAS, AEK, Gestoras, LAB, HB, etc. Los gritos de apoyo a ETA y de «In-de-pen-den-tzi-a, In-de-pen-den-tzi-a» fueron en aumento. De esa manera realizó el confidente su último viaje, acompañado por aquellos individuos, e individuas, a los que tanto aborreció en vida. Algunos pidieron ver la cara del difunto. Abrieron la ventanilla de madera de caoba y pudieron verlo a través del cristal, con los ojos cerrados, y bien cerrados, y una tenue sonrisa dibujada en los labios. La última en pasar delante del féretro para darle el postrero adiós fue, naturalmente, su querida esposa.
El lector entenderá ahora el motivo por el que, aun transcurridos tantos años desde su desaparición, no desvelo el nombre del confidente. No creo que decirlo añadiera nada sustancial a esta historia; sí podría, sin embargo, causar decepciones susceptibles de convertirse en manifestaciones y hechos desagradables que sin duda perturbarían su eterno reposo y su memoria. Nada más lejos de mi intención. Dejemos que los muertos descansen en paz.
Todo había terminado. Quedaban tan solo en el aire los recuerdos, el sonido triste de los adioses y los ecos lejanos de las últimas canciones. Apiladas sobre su tumba, varías coronas de flores, entre las que destacaba una especialmente hermosa. Grabadas en la tela morada y anónima que colgaba de ella podían leerse estas palabras: «Nunca te olvidaremos. Gracias». El confidente se sonrojó al leerla. Y usted ya ha adivinado quién la enviaba.
"El Confidente", de J.R. Goñi Tirapu
1 comentario:
La propia historia de ETA y su miserable entorno, dejan patente la estupidez congénita de estos descerebrados miserables.
Sigue riéndote a carcajadas amigo, que se oigan por todo Euskadi.
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