viernes, 10 de julio de 2020

Condenados a muerte (J.J. Martinena)

Garrote vil, de Ramón Casas. Ejecución de Peinador. Barcelona, 1891
El triste cortejo de los condenados a muerte 
De la cárcel, en la actual plaza de San Francisco, al patíbulo, donde hoy está la entrada al (mal llamado) club Larraina 
Las calles del viejo Pamplona han sido testigo, con el correr de los siglos, de todo tipo de actos y celebraciones. Por ellas han pasado desfiles y procesiones, músicas, danzas y comparsas de carnaval; en ellas han bailado los gigantes y pregonado su mercancía los vendedores. Pero también han sido escenario de momentos tristes, que parecen haber surgido de un mundo de pesadilla. De entre éstos vamos a evocar hoy el cortejo de los condenados a muerte, cuando, en un tiempo felizmente pasado, recorrían por última vez las rúas de la ciudad camino del patíbulo. 

El rigor de la sentencia 
Plaza del Consejo Audiencia Territorial y cárcel
Las salas de justicia del desaparecido caserón de las Audiencias Reales, en la plaza del Consejo, severas y desangeladas, escucharon en muchas ocasiones las condenas dictadas por la Corte Mayor o por el Real Consejo: 
«Fallamos que debemos condenar y condenamos a N.N. a que sea sacado de nuestras cárceles reales en una bestia de baste y sea llevado por las calles acostumbradas de esta ciudad, a son de trompeta y voz de pregonero que pregone su delito, hasta el prado de San Roque, en donde estará puesta una horca, y de ella será ahorcado por el ministro executor de nuestra alta justicia hasta que naturalmente muera...». 
La fría prosa de las sentencias judiciales ha cambiado muy poco con el paso del tiempo. Sin embargo, hay algo que ha desaparecido de nuestra sistema penal: la pena de muerte. Cuando uno repasa ahora los folios amarillentos de aquellos viejos procesos, con sus apretados renglones de tinta sepia, no puede menos de evocar a tantos desgraciados que entre los siglos XVI y XIX recorrieron las calles del viejo Pamplona en su triste camino hacia el lugar de la ejecución. 

Cincuenta horas en capilla 
El reo con hopalanda y capirote
A partir del momento en que le era leída la sentencia, el condenado debía pasar cincuenta interminables horas en capilla. En todo ese tiempo, además del religioso que le confortaba espiritualmente, dos cofrades de la Vera Cruz, que se iban turnando, le acompañaban sin desatenderlo ni un instante, cuidando de que no le faltase de nada. 
Les solían dar copiosas comidas, a base de merluza albardada, truchas, aves, vaca o carnero y conservas en adobo —que, contra lo que cabría suponer, solían devorar con apetito— y se les ofrecía continuamente bizcochos, vino dulce, chocolate, pastas y otras cosas. Hubo quien solicitó que le sirviesen pescado, que quería guardar la vigilia. Presidiendo la estancia se ponía un altar con un crucifijo y cuatro velas, que ardían constantemente, de día y de noche. 
Un cuarto de hora antes de la salida hacia el patíbulo, hecho que tenía lugar a las once de la mañana, entraba el verdugo y le vestía al reo la hopa que debía lucir por las calles y en el lugar de la eje ución. Era una túnica negra, que en los casos de parricidio era amarilla con manchas rojas. El religioso que le asistía le colocaba un escapulario y le ponía en las manos un crucifijo. Poco antes de dar las campanadas, salían a la puerta, donde se formaba el lúgubre cortejo. Al salir, rezaban una salve a la Virgen de los Dolores, cuya imagen estaba en el zaguán de la cárcel. 

Camino de la horca 
Marchaban delante tres hermanos de la Vera Cruz, con sus túnicas y caperuzas: el del centro portaba una cruz cubierta con un paño morado y los de los lados, velas encendidas. Seguían los niños doctrinos, cantando las letanías de la Virgen. Los mayordomos de la cofradía, entunicados, marchaban junto a las aceras, con platillos o azafates, pidiendo limosna repitiendo una y otra vez aquella triste salmodia: «Para hacer bien por el alma del que van a ajusticiar». Seguidamente iba el pregonero, publicando en alta voz el delito cometido, y detrás el reo, vestido con la hopa y cubierto con un gorro negro, asistido por uno o dos religiosos y por un cofrade que llevaba un cestillo con bizcochos y vino ranció. Como música de fondo, las campanas desgranaban pausadamente el toque de agonía. 
Un piquete de soldados de caballería tenía la misión de garantizar la seguridad y el orden. Cerraban el desfile los cofrades de la Vera Cruz, por lo general en número de 24, presididos por el prior, junto al cual iba el religioso encargado de pronunciar la plática acostumbrada. 
Cárcel y audiencia, San Francisco y Nueva
El recorrido que seguía el cortejo era el siguiente: salía de la antigua cárcel, que ocupaba el solar de la actual plaza de San Francisco, doblaba por la antigua belena que había entre la cárcel y la desaparecida iglesia de los franciscanos, y seguía por la calle Nueva, plazuela del Consejo, Zapatería y Pozoblanco; subía por las escalerillas a la Plaza del Castillo, la atravesaba de lado a lado, y por las escalerillas de San Agustín bajaba a la Estafeta, que recorría en la mitad de su longitud; y en la llamada Cruz del Mentidero daba la vuelta para seguir por Mercaderes, Calceteros, cabecera de la plaza de la Fruta —hoy plaza Consistorial—, Zapatería y San Antón, hasta el portal de la Taconera; atravesaba los puentes de la muralla y llegaba al prado de San Roque, llamado también de la Horca, donde se alzaba el patíbulo, aproximadamente don de hoy está la entrada a la piscina Larraina y al frontón de los militares. 

Garrote en la plaza Consistorial 
1864 Plaza de la Fruta
Cuando la pena impuesta era la de garrote, el recorrido era más corto, ya que terminaba al llegar a la plaza de la Fruta —hoy Consistorial—, donde, delante de la fachada de la casa del Ayuntamiento, se levantaba el cadalso. Parece ser que la costumbre de ejecutar la pena en este lugar se inició en 1693. Con anterioridad hay noticia de que se hacía en la Taconera, cerca de la antigua Cruz del Bosquecillo, como sucedió en el célebre caso de los ladrones del santuario de Aralar. 
Posteriormente, con la implantación del sistema constitucional, el tétrico espectáculo se llevó a otro paraje más discreto: el glacis que había cerca del antiguo cuartel de Caballería y del Portal de San Nicolás. En el último tercio del siglo pasado, el lugar era la Vuelta del Castillo, a la salida del Portal de la Taconera. Allí, vio muerto Pío Baroja al reo Toribio Eguía en 1885 (y antes, desde el nº 30 de la C/Nueva, con 13 años. Quizás la de Toribio haya sido la ejecución más mediática en aquella Pamplona). 
En 1822, durante el Trienio Constitucional, fue abolida la pena de horca y sustituida por la de garrote. En 1824 fue reinstaurada por la reacción absolutista y por fin, en 1828, suprimida definitivamente por Fernando VII. En Navarra, sin embargo, se siguió aplicando cuando menos hasta 1830. El último ahorcado fue Tomás Arraiza. Desde entonces, todas las ejecuciones se realizaron mediante el garrote. 

A la hora del Angelus 
Las ejecuciones tenían lugar a las doce del mediodía, y a ellas solía asistir un público muy numeroso. Era costumbre llevar a los niños a presenciarlas, porque se creía que aquello les enseñaba a aborrecer el mal. Dado el carácter ejemplarizante de todo aquel ritual, el reo, al subir al patíbulo, se dirigía a los asistentes dando muestras de arrepentimiento y haciéndoles ver adónde le había llevado el haber cometido delitos. Casi todos lo hacían con profunda convicción y sentimiento, y, al terminar, pedían públicamente perdón de sus faltas: "¿Me perdonáis?". A lo que el gentío contestaba con un sí unánime y emocionado. 
Acto seguido, después de besar el crucifijo, mientras el verdugo le colocaba la cuerda o le sujetaba el collar del garrote, el condenado empezaba a rezar el Credo. Al llegar a la frase «...y en Jesucristo, su único Hijo», se consumaba fatalmente la ejecución. Un fraile pronunciaba entonces una breve plática y, oída ésta, cada uno se iba a su casa. Al pie del tablado se ponía un platillo para la limosna. 
El reo, una vez ajusticiado, quedaba en el patíbulo hasta las tres de la tarde. A esa hora, el prior de la Vera Cruz pedía licencia al tribunal para retirar el cadáver y llevarlo a enterrar a San Francisco. 
Obtenido el permiso, la hermandad acudía de nuevo, entre las tres y las cinco, según fuese invierno o verano, con la cruz y acompañada por doce frailes franciscanos, al lugar de la ejecución. Al llegar, se arrodillaban y rezaban una oración. Una vez que el verdugo liberaba el cadáver, los cofrades se hacían cargo de él y lo amortajaban con ropa que gente caritativa daba como limosna. Hecho esto, lo introducían en una sencilla caja que se utilizaba para esta clase de conducciones. 

El entierro, en San Francisco 
Y otra vez volvía a formarse el cortejo. Abría marcha la cruz alzada, cubierta por un velo negro, portada por uno de los cofrades, a cuyos lados iban otros dos llevando los ciriales. Seguían los niños de la Doctrina. Detrás, el muerto en su caja, a hombros de los hermanos de la Vera Cruz, y cerrando la lúgubre procesión, los sacerdotes rezando los salmos. A los condenados se les enterraba de limosna en San Francisco, donde radicaba la cofradía de la Vera Cruz desde el año 1628. Esta iglesia estuvo situada delante de lo que hoy es la fachada principal de las escuelas del mismo nombre en el Casco Antiguo. 
Todo este espectáculo cesó para siempre a finales del siglo pasado. Una Real Orden de 24 de noviembre de 1894 suprimió el carácter público de las ejecuciones, que desde entonces pasaron a realizarse en el patio de las cárceles. 
¿Cuántos fueron los ajusticiados hasta esa fecha? En los libros de la Vera Cruz figuran 182 entre los años 1605 y 1885. De ellos, 80 en la horca, 89 en el garrote, 11 por fusilamiento y 2 degollados. Pero, como escribe Fernando Videgáin, sin duda fueron más, porque en algunas épocas no se cuidaron de anotar las ejecuciones. 
Juan José Martinena

2 comentarios:

Gotzon dijo...

Muy interesante. Había leído lo del "paseillo" "por las calles acostumbradas", pero desconocía cuáles eran. ¡Gracias!

Anónimo dijo...

Me ha hecho gracia lo que usted comenta que a los niños se les llevaba a las ejecuciones poco más o menos que para "que aprendieran"... Ahhh... Si eso se hiciera hoy en día... No en ejecuciones, por supuesto, por las barbas de Lemmy!!! Pero si a los niños-adolescentes se les llevara hoy en día a las UCIS para que vieran de primera mano los efectos del virus que nos acecha, se cuidarían muy mucho de practicar sus botellones, sus juergas, sus almuercicos del No-San Fermín (así lo califica nuestro ilustre Alcalde), y comprobarían lo que es la muerte desde la primera fila. Y quizás, solo quizás, dejarían de ser tan irresponsables y mirarse el ombligo. Un saludo Patxi.