Garrote vil, de Ramón Casas. Ejecución de Peinador. Barcelona, 1891 |
El triste cortejo de los condenados a muerte
De la cárcel, en la actual plaza de San Francisco, al patíbulo, donde hoy está la entrada al (mal llamado) club Larraina
Las calles del viejo Pamplona han sido testigo, con el correr de los siglos, de todo tipo de actos y celebraciones. Por ellas han pasado desfiles y procesiones, músicas, danzas y comparsas de carnaval; en ellas han bailado los gigantes y pregonado su mercancía los vendedores. Pero también han sido escenario de momentos tristes, que parecen haber surgido de un mundo de pesadilla. De entre éstos vamos a evocar hoy el cortejo de los condenados a muerte, cuando, en un tiempo felizmente pasado, recorrían por última vez las rúas de la ciudad camino del patíbulo.
El rigor de la sentencia
Plaza del Consejo Audiencia Territorial y cárcel |
«Fallamos que debemos condenar y condenamos a N.N. a que sea sacado de nuestras cárceles reales en una bestia de baste y sea llevado por las calles acostumbradas de esta ciudad, a son de trompeta y voz de pregonero que pregone su delito, hasta el prado de San Roque, en donde estará puesta una horca, y de ella será ahorcado por el ministro executor de nuestra alta justicia hasta que naturalmente muera...».
La fría prosa de las sentencias judiciales ha cambiado muy poco con el paso del tiempo. Sin embargo, hay algo que ha desaparecido de nuestra sistema penal: la pena de muerte. Cuando uno repasa ahora los folios amarillentos de aquellos viejos procesos, con sus apretados renglones de tinta sepia, no puede menos de evocar a tantos desgraciados que entre los siglos XVI y XIX recorrieron las calles del viejo Pamplona en su triste camino hacia el lugar de la ejecución.
Cincuenta horas en capilla
El reo con hopalanda y capirote |
Les solían dar copiosas comidas, a base de merluza albardada, truchas, aves, vaca o carnero y conservas en adobo —que, contra lo que cabría suponer, solían devorar con apetito— y se les ofrecía continuamente bizcochos, vino dulce, chocolate, pastas y otras cosas. Hubo quien solicitó que le sirviesen pescado, que quería guardar la vigilia. Presidiendo la estancia se ponía un altar con un crucifijo y cuatro velas, que ardían constantemente, de día y de noche.
Un cuarto de hora antes de la salida hacia el patíbulo, hecho que tenía lugar a las once de la mañana, entraba el verdugo y le vestía al reo la hopa que debía lucir por las calles y en el lugar de la eje ución. Era una túnica negra, que en los casos de parricidio era amarilla con manchas rojas. El religioso que le asistía le colocaba un escapulario y le ponía en las manos un crucifijo. Poco antes de dar las campanadas, salían a la puerta, donde se formaba el lúgubre cortejo. Al salir, rezaban una salve a la Virgen de los Dolores, cuya imagen estaba en el zaguán de la cárcel.
Camino de la horca
Marchaban delante tres hermanos de la Vera Cruz, con sus túnicas y caperuzas: el del centro portaba una cruz cubierta con un paño morado y los de los lados, velas encendidas. Seguían los niños doctrinos, cantando las letanías de la Virgen. Los mayordomos de la cofradía, entunicados, marchaban junto a las aceras, con platillos o azafates, pidiendo limosna repitiendo una y otra vez aquella triste salmodia: «Para hacer bien por el alma del que van a ajusticiar». Seguidamente iba el pregonero, publicando en alta voz el delito cometido, y detrás el reo, vestido con la hopa y cubierto con un gorro negro, asistido por uno o dos religiosos y por un cofrade que llevaba un cestillo con bizcochos y vino ranció. Como música de fondo, las campanas desgranaban pausadamente el toque de agonía.
Un piquete de soldados de caballería tenía la misión de garantizar la seguridad y el orden. Cerraban el desfile los cofrades de la Vera Cruz, por lo general en número de 24, presididos por el prior, junto al cual iba el religioso encargado de pronunciar la plática acostumbrada.
Cárcel y audiencia, San Francisco y Nueva |
Garrote en la plaza Consistorial
1864 Plaza de la Fruta |
Posteriormente, con la implantación del sistema constitucional, el tétrico espectáculo se llevó a otro paraje más discreto: el glacis que había cerca del antiguo cuartel de Caballería y del Portal de San Nicolás. En el último tercio del siglo pasado, el lugar era la Vuelta del Castillo, a la salida del Portal de la Taconera. Allí, vio muerto Pío Baroja al reo Toribio Eguía en 1885 (y antes, desde el nº 30 de la C/Nueva, con 13 años. Quizás la de Toribio haya sido la ejecución más mediática en aquella Pamplona).
En 1822, durante el Trienio Constitucional, fue abolida la pena de horca y sustituida por la de garrote. En 1824 fue reinstaurada por la reacción absolutista y por fin, en 1828, suprimida definitivamente por Fernando VII. En Navarra, sin embargo, se siguió aplicando cuando menos hasta 1830. El último ahorcado fue Tomás Arraiza. Desde entonces, todas las ejecuciones se realizaron mediante el garrote.
A la hora del Angelus
Acto seguido, después de besar el crucifijo, mientras el verdugo le colocaba la cuerda o le sujetaba el collar del garrote, el condenado empezaba a rezar el Credo. Al llegar a la frase «...y en Jesucristo, su único Hijo», se consumaba fatalmente la ejecución. Un fraile pronunciaba entonces una breve plática y, oída ésta, cada uno se iba a su casa. Al pie del tablado se ponía un platillo para la limosna.
El reo, una vez ajusticiado, quedaba en el patíbulo hasta las tres de la tarde. A esa hora, el prior de la Vera Cruz pedía licencia al tribunal para retirar el cadáver y llevarlo a enterrar a San Francisco.
Obtenido el permiso, la hermandad acudía de nuevo, entre las tres y las cinco, según fuese invierno o verano, con la cruz y acompañada por doce frailes franciscanos, al lugar de la ejecución. Al llegar, se arrodillaban y rezaban una oración. Una vez que el verdugo liberaba el cadáver, los cofrades se hacían cargo de él y lo amortajaban con ropa que gente caritativa daba como limosna. Hecho esto, lo introducían en una sencilla caja que se utilizaba para esta clase de conducciones.
El entierro, en San Francisco
Y otra vez volvía a formarse el cortejo. Abría marcha la cruz alzada, cubierta por un velo negro, portada por uno de los cofrades, a cuyos lados iban otros dos llevando los ciriales. Seguían los niños de la Doctrina. Detrás, el muerto en su caja, a hombros de los hermanos de la Vera Cruz, y cerrando la lúgubre procesión, los sacerdotes rezando los salmos. A los condenados se les enterraba de limosna en San Francisco, donde radicaba la cofradía de la Vera Cruz desde el año 1628. Esta iglesia estuvo situada delante de lo que hoy es la fachada principal de las escuelas del mismo nombre en el Casco Antiguo.
¿Cuántos fueron los ajusticiados hasta esa fecha? En los libros de la Vera Cruz figuran 182 entre los años 1605 y 1885. De ellos, 80 en la horca, 89 en el garrote, 11 por fusilamiento y 2 degollados. Pero, como escribe Fernando Videgáin, sin duda fueron más, porque en algunas épocas no se cuidaron de anotar las ejecuciones.
Juan José Martinena
2 comentarios:
Muy interesante. Había leído lo del "paseillo" "por las calles acostumbradas", pero desconocía cuáles eran. ¡Gracias!
Me ha hecho gracia lo que usted comenta que a los niños se les llevaba a las ejecuciones poco más o menos que para "que aprendieran"... Ahhh... Si eso se hiciera hoy en día... No en ejecuciones, por supuesto, por las barbas de Lemmy!!! Pero si a los niños-adolescentes se les llevara hoy en día a las UCIS para que vieran de primera mano los efectos del virus que nos acecha, se cuidarían muy mucho de practicar sus botellones, sus juergas, sus almuercicos del No-San Fermín (así lo califica nuestro ilustre Alcalde), y comprobarían lo que es la muerte desde la primera fila. Y quizás, solo quizás, dejarían de ser tan irresponsables y mirarse el ombligo. Un saludo Patxi.
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