Fiestas de San Antón, por J.J. Arazuri
Las fiestas de San Antón comenzaron siendo barriales y concluyeron siendo casi tan importantes como las de San Fermín. De sencillas y locales se hicieron viciosas y ciudadanas. En sus comienzos, los frailes del convento de San Antonio Abad celebraban todos los años la rifa de un cerdo en beneficio de su «casa-hospital o convento». En 1770, es decir, casi 20 años antes de desaparecer los antonianos, algunos vecinos del barrio, actuando «adicta y desinteresadamente», vendían y rifaban corderos en la Taconera y alrededores del convento en beneficio de los frailes.
Posteriormente, aquellas fiestas se hicieron tan populares y concurridas, que varios días antes de San Antonio comenzaba la afluencia de forasteros que, procedentes de los más lejanos rincones del viejo Reyno, abarrotaban fondas, posadas y casas particulares.
A primeras horas del 17 de enero, los porches de la Plaza del Castillo se llenaban de puestos de venta y de rifa de toda clase de artículos. Durante la semana que comenzaba aquel día, el Ayuntamiento no cobraba impuestos a ninguno de los tenderetes instalados.
La característica de aquellas fiestas, que duraban una semana, era el juego y las rifas. Las rifas se efectuaban con mugrientos naipes, en los que el as de oros señalaba al afortunado que recibía como premio lo mismo unas naranjas que artículos de bisutería, pañuelos, fajas, corpiños, corsés, etc. Había para elegir de todo: corte de pantalones, chalecos, faldas, vestidos, zamarras, rebocillos, etc. Existían tenderetes para todos los gustos. ¡Cuántos desafortunados, con la esperanza de completar su ropero a bajo precio, se quedaban sin ahorros y con lo puesto!
En cuanto al juego, un Lau-Buru del siglo pasado publicó: «Pero si tanta era la barahunda en la vasta Plaza del Castillo júzguese lo que sería en las estrechas salas de los Cafés y en las muchas casas particulares que para aquellos días y para el exclusivo objeto de jugar se convertían en establecimientos públicos, con sólo retirar los muebles y sembrarlas del mayor número posible de mesas; y téngase en cuenta, que eran muchos más los aficionados a jugar dinero, que a las rifas de cortes de pantalones y chalecos. En estas casas y principalmente en los cafés de «Guidotti» y de la «Suscripción», situado este último en el primer piso de la casa que forma ángulo con la Chapitela, y que distaba mucho de tener las espaciosas dimensiones de los cafés modernos, se confundían todas las clases de la sociedad, y no era raro ver jugar en la misma mesa a la señora encopetada, con la que para jugar había empeñado las alhajas o los cubiertos, y a su criada que con el mismo objeto había recibido por adelantado todo o parte de su salario; al rico comerciante y a sus dependientes; al militar y al industrial.
En todas las mesas se jugaba, por descontado a juegos lícitos, pero los más usados eran «los ases», las «treinta y una», la flor (o anfluch), y el aristocrático ecarté; pero en cada juego podía escogerse la mesa donde las apuestas fueran más proporcionadas al fondo con que cada cual contaba.
En muchísimas tertulias y peñas de amigos se apostaban los corderos, perdices y bacaladas para merendar durante muchas tardes dominicanas.
En los cubiertos de Ciganda (donde en la actualidad está el Café Iruña), se instalaban largas mesas con tapetes verdes y escribientes municipales anotando los nombres y domicilios de los chicos y grandes, sin distinción de sexos, que mediante el pago de un real quedaban asentados para participar en la rifa del cuto. La mayoría, guiados por el deseo de ampliar el número de probabilidades, inscribían también a los muertos de la familia. El sorteo del cerdo, era el número culminante; se celebraba el último día de las fiestas, desde el balcón de la Casa del Ayuntamiento. La Plaza de la Fruta (hoy Consistorial), abarrotada de público, esperaba impaciente a que la mano inocente de un niño de la doctrina sacase el boleto ganador. Un concejal, desde el balcón de la Casa de la Ciudad, leía, ante la espectación de la muchedumbre, el nombre y domicilio del afortunado. Al momento cientos de mocetes acudían corriendo a dicha casa al grito de ¡lechón!, ¡lechón!, grito que repetían horas y horas. Con frecuencia, el nuevo propietario del cuto era un difunto a cuyo nombre habían apostado sus familiares, pero... no importaba, los herederos se llevaban al marrano al matadero para hacer buen mondongo».
Aquellas famosísimas fiestas de San Antón persistieron hasta 1860, en que fueron suprimidas por el alcalde Marqués de Rozalejo, por pensar, con aquella mentalidad decimonónica, que si con los medios de locomoción existentes hasta entonces se llenaba Pamplona de forasteros, ¿qué sucedería al inaugurarse el ferrocarril?
Ya para finalizar copiamos los cuatro primeros versos publicados en un número del Boletín Oficial de Pamplona de 1840:
En Pamplona, San Antón,
es haber perdido el juicio;
¡Válgame Dios, qué bullicio!
¡qué mezcla!, ¡qué confusión!
Arch. Mun. Propios, leg. A, libro de 1653-54, fol. 52v., part. 237. lbidem., leg. 16, libro de 1686-87, part. 17.
Arch. Mun. Estadística, leg. 5, n.° 1, n.° 2.
Arch. Mun. Correspondencia, leg. 54 (16 de enero de 1837).
Arch. Mun. Diversiones Públicas, Ieg. 45, exp. 24. (13 de enero de 1842).
«El Eco de Navarra», 21 de enero de 1896 (La fiesta de San Antón en Pamplona).
Boletín Oficial de Pamplona del 19 de enero de 1840.
Arch. Mun. Libramientos, leg. de 1583-84, carp. 6, n.° 116 y 117.
Ibidem., leg. 1580-81, carp. 10, n.° único.
Ibídem., Ieg. 1583-84, carp. 6, n.° 55, 19.
GOÑI GAZTAMBIDE, Arch. Cat. doc. n.° 1829.
IDOATE, Florencio, Cat. Sección Comptos, tom. LI, n.° 701, 750.
Arch. Gen. de Nav. Comptos, papeles sueltos, leg. 25, n.° 24.
MARTINENA RUIZ, Juan José, La Pamplona de los. Burgos.
Arch. Gen. de Nav. Comptos, t. 85, fol. 171.
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