Palacios y Garisoain nos han hecho sentir que éramos cada uno de nosotros quienes encendíamos la mecha. ¡Gracias, Pamplonesa! |
No les gusta el pañuelo rojo. Les llena de impotencia que, cada Seis de Julio, sin que nadie nos dé ninguna consigna, nos vistamos de blanco y rojo, los colores de la fiesta, la fiesta pamplonesa y navarra. Les saca de quicio que, por unos días al año, aparquemos nuestras diferencias, problemas, preocupaciones... y nos quedemos con lo que nos une: Pamplona y San Fermín.
Son unos amargaos, unos aguafiestas. Frente a su crispación, nuestro grito de guerra:
Viva la gente de pueblo, viva la gente tronera,
Viva todo aquel que dice, aupa, salga el sol por donde quiera
Ayer les dedicamos una entrada a los de la cáscara amarga, a los que priorizan su bandera a nuestra Banda. Demasiado, ya les vale.
Hoy toca la Pamplona que queremos, la que nos emociona, la que nos hace sentir orgullosos de ser pamploneses.
En La Pamplonesa interpretan música con instrumentos. Jesús Garisoain y José Andrés Palacios, subdirector y presidente de la banda en su centenario, son clarinetistas, pero podrían ser perfectamente orfeonistas. Ni batuta le hizo falta a Garisoain para entonar su voz, templada y con timbre. Le bastó con la mecha. La sonrisa la lleva puesta de serie.
Con esos mimbres asomó al balcón y casi cantó como si dirigiera con su pañuelo: “Pamploneses, pamplonesas, ¡Viva San Fermín!, Iruindarrok...”. Y entonces se acercó al micrófono Palacios invadido por la emoción, con la mano en el corazón: “Gora San Fermin!” puso la nota final a un Chupinazo compartido y a un abrazo en el cielo de una ciudad a sus pies.
Con esos mimbres asomó al balcón y casi cantó como si dirigiera con su pañuelo: “Pamploneses, pamplonesas, ¡Viva San Fermín!, Iruindarrok...”. Y entonces se acercó al micrófono Palacios invadido por la emoción, con la mano en el corazón: “Gora San Fermin!” puso la nota final a un Chupinazo compartido y a un abrazo en el cielo de una ciudad a sus pies.
Una imaginaba a los 50 y pocos instrumentistas de la banda en el balcón del Ayuntamiento. Era su lugar ayer. Pero no tuvieron opción. Apenas media docena presenciaron el Chupinazo en la segunda planta. El resto se quedó, como otros años, en el zaguán, donde interpretaron la primera pieza de los Sanfermines, la ‘Biribilketa’ de Gainza, con los txistularis. En Sanfermines manda esa liturgia no escrita, pero casi bíblia; así que los músicos comenzaron a tocar nada más estallar el Chupinazo. A falta de Garisoain y de Egea la dirigió Ángel Otxotorena y los txistularis regalaron el primer “Esa, esa, esa, esa Pamplonesa”.
[Me encanta esta versión de Alegría Raguesa, por su pedagogía y simpatía.
¡¡¡Esa, esa, esa, en Larraga, la Raguesa!!!]
[Me encanta esta versión de Alegría Raguesa, por su pedagogía y simpatía.
¡¡¡Esa, esa, esa, en Larraga, la Raguesa!!!]
Hubiera sido único ver a la banda en el balcón, en el primer piso, en ese que ocupan invitados de uno y otro lado. “Bueno, queríamos estar arriba, pero cuando veníamos hacia aquí por la calle Nueva, grupos que almorzaban nos aplaudían al pasar. Ha sido muy emocionante, casi mejor que estar en el ayuntamiento”, contaba antes del Chupinazo Luis Montero, trompista en la banda. De algún modo, su reflexión es precisa: La Pamplonesa es más de abajo que de arriba, del pueblo que de políticos que apenas son capaces de mantener la compostura en un acto que debía ser un homenaje a la banda y no a la bandera.
No cabía nadie más
Gracias hay que dar a quienes ayer se quedaron en casa, que debieron ser pocos porque las sardinas enlatadas están bastante más holgadas que las almas desatadas que ayer concurrieron en la plaza del Ayuntamiento. La cosa ya apuntaba maneras de par de mañana. A las diez y media la plaza sumaba más de media entrada y a las once casi estaba llena. El calor y el número de habitantes sedientos de sangría y fiesta aumentaba en proporciones poliédricas, hasta que todas las piezas encajaron y dibujaron la imagen más esperada. La marea humana se movía a uno y otro lado, como si los edificios apenas pudieran resistir el envite. Derribó un par de veces a los fotógrafos, ayer profesión de riesgo agudo, encaramados a sus sillas y escaleras plegables, en un encuadre de miles de ojos que miraban al cielo azul de Pamplona. En los tejados veían policía en labores de vigilancia.
La tensión fue más o menos la habitual. Algunos empeñados en situar la política por encima de la fiesta, mientras la mayoría estaba a lo que tocaba. Para eso habían esperado 365 días. Las banderas y las pancartas fueron las de siempre en la plaza. Desplegaron una en favor de los presos de ETA a veinte minutos del cohete; desde un portal de la misma plaza, a falta de cinco minutos para las doce y tras la intervención de la Policía Municipal, sacaron el resto.
La tensión fue más o menos la habitual. Algunos empeñados en situar la política por encima de la fiesta, mientras la mayoría estaba a lo que tocaba. Para eso habían esperado 365 días. Las banderas y las pancartas fueron las de siempre en la plaza. Desplegaron una en favor de los presos de ETA a veinte minutos del cohete; desde un portal de la misma plaza, a falta de cinco minutos para las doce y tras la intervención de la Policía Municipal, sacaron el resto.
Sería porque no había sitio ni para coger aire o porque las voces se difuminaban entre la muchedumbre, el caso es que los cánticos llegaron tarde y apenas se escucharon. En este escenario con más decibelios, pero menos música, sonó como un bálsamo ‘Alé, Osasuna alé, alé...’, casi a las doce menos cinco.
La Policía Municipal se empleó para hacer el pasillo a los músicos. Primero a los chistularis con el ‘Agur Jaunak’; tras ellos, los gaiteros con ese ‘Ánimo, pues’ que retumba en el corazón más despistado y con el que la plaza bota como una goma. Al final, La Pamplonesa. Era casi la una para cuando salió del zaguán y a esa hora esperaban los de casa, los que se conocen bien el guión.
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