Cuando lo vi, no me lo podía creer. Me froté los ojos. Y sí, ahí seguía, perfectamente protegido por un plástico de los que se pegan.
En mi barrio, la calle, los balcones, la decoración en las inmediaciones de los bares es "de ellos" y es difícil que alguien ose poner un letrero que no sea de "su cuerda" (ver Galería de fotos)
Con alguna baja, siguen respetando los carteles de la III República "de no sé sabe dónde". Yo creo que es porque no pone "de España" y porque utilizan a la bandera republicana como ariete contra la verdadera España.
Pero a ese letrero con el artículo de Charbonnier y José Luis López de Lacalle, ¿qué le ha salvado de la quema? ¿Tal vez el ser pequeño? Lo más seguro porque es una parrafada de letras y palabras demasiado larga para enterarse de que se pone a Bildu a caer de un burro. Porque yo no me creo la pantomima que hicieron en Pamplona presentándose como los defensores de la libertad de expresión.
Sea como sea, gracias, anónimo luchador por la libertad. Nos haces sentirnos en Mendillorri menos solos.
Solo, muy solo, tuvo que sentirse mi camarada José Luis. Más vale que no pudo escuchar las palabras del Obispo Uriarte en su funeral:
Pedro García Cuartango es, como fue José Luis, columnista y editorialista de El Mundo
VIDAS PARALELAS S. CHARBONNIER y J. L. LÓPEZ DE LACALLE
La mirada de los otros
PEDRO G. CUARTANGO
UNOS meses antes de ser asesinado por ETA
en mayo de 2000 José Luis López de Lacalle me confesó que era consciente de que
cada día podía ser el último de su existencia. Recuerdo su cadáver tirado en el
suelo y cubierto por una manta con una bolsa en la que llevaba los periódicos.
Era un domingo.
Lacalle
había sobrevivido a cinco años de cárcel en el franquismo y no había temido por
su vida. Pero sabía que los asesinos de ETA le acechaban en las calles de
Andoain porque no perdonaban su autoridad moral, el peso insoportable de sus
críticas. Por eso, le mataron. Y su recuerdo sigue vivo en este periódico,
sobre todo, entre quienes fuimos sus compañeros. Al igual que el de los muy
queridos Julio Anguita y Julio Fuentes, muertos en el ejercicio de su oficio en
lejanas tierras.
No
es extraño que estos días varios portavoces de Bildu-Sortu hayan realizado
declaraciones que justifican o relativizan el asesinato de Sthéphane
Charbonnier, director de Charlie Hebdo, y de los periodistas y trabajadores de
este semanario. Es coherente con su pasado, con su tolerancia al crimen, con su
indiferencia hacia el tiro en la nuca. Todavía no les he escuchado pedir perdón
por la acción de los dos pistoleros de ETA que quitaron la vida a López de
Lacalle.
Y
digo que es coherente que quienes exaltaron las acciones de la banda no
condenen ahora el brutal atentado de París porque ambos crímenes tiene la misma
causa: la voluntad de imponer una idea política a través del terror. Eso es lo
esencial: la renuncia a la palabra y el recurso al asesinato como medio para
lograr un fin.
Al
igual que López de Lacalle, Charbonnier sabía que tenía muchas posibilidades de
morir y, por eso, decía que no quería tener hijos. «No somos provocadores, es
la mirada de los otros la que nos coloca como objetivos», declaró. Justamente
se trata de eso, de la mirada. De quien mira y se siente atacado por un dibujo,
de quien confunde una caricatura con la peste, de quien no tolera las opiniones
de los demás. En suma, de una forma de ver el mundo en la que el infierno son
los otros.
Como
he escrito hasta la saciedad, uno es lo que elige ser. Esa es la mejor
definición de libertad que conozco. Porque no podemos ser lo que dicta la
religión, lo que nos impone la autoridad, o lo que establece la normalidad sino
aquello que queremos ser.
El
problema del integrismo islámico, igual que el de la izquierda abertzale o de
cualquier otro totalitarismo, es que pretende que los hombres se ajusten a un
molde que ellos han predefinido, que acepten por la fuerza unos valores que
consideran superiores a los demás. Para ellos, la conciencia tiene que ser
aniquilada por la fe. Pero no saben que siempre habrá seres libres, que jamás
se plegarán a esta barbarie que se mancha las manos de sangre para imponer su
tiranía.
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