Emilio,
háblanos del silencio
Sería
a comienzos de los 80. Una amiga tenía mucho interés en conocer la
Comuna de Lizaso y una tarde de verano fuimos allí. Justo cuando llegamos empezaba una actividad en la que Emilio Fiel, el macho alfa de la
Comuna, intercambiaba con un grupo bastante numeroso sus sentimientos
y experiencias. Predominaban las chicas, y una de ellas, con una gran
naturalidad -quizás sin darse cuenta de la paradoja-, le pidió dulcemente:
“Emilio, háblanos del silencio”.
Emilio,
en vez de seguir a Fray Ejemplo y responder a la petición de la chica con el
lenguaje no verbal de mantenerse callado, empezó a meternos una chapa de no te menees. Al cuarto de hora, le
pregunté a mi amiga si ya había satisfecho su interés y podíamos
irnos.
Asintió y suspiré aliviado.
Pepe Cerdá, ante uno de sus cuadros |
Como vais a ver, Pepe Cerdá no sólo pinta bien. El simpático relato que vais a leer es de tal frescura que provocará vuestra sonrisa y, casi seguro, hasta alguna carcajada.
Comprobadlo:
12
DE DICIEMBRE DE 2007 - 00:02
Allá
por el ochenta y dos, tras una situación sentimental transitoria que
viví con la epopéyica estupidez de los veinte años recién
cumplidos, pasé una pequeña temporada en el monasterio cisterciense
de la Oliva, en el pueblo de Carcastillo, en Navarra.
Me
enchufó Antonio Ansón, hoy estupendo escritor, a través de un cura
de su barrio, de aquellos progresistas con chaqueta obrera de
cremallera, que llamó al Abad del monasterio, que se llamaba
Mariano, que acepto que fuese para allí y que me alojase en la
hospedería.
Cogí
un autobús de línea que creo que me llevó hasta Ejea y luego otro
que me dejó en Carcastillo. Allí me pasaría a buscar el Abad. Yo
ya había leído la novela de Umberto Eco “El nombre de la rosa”,
que había aparecido en España con un tremendo éxito aquél mismo
año y tenía en mi cabeza un montón de ideas preconcebidas de lo
que iban a ser el monasterio y su Abad, que necesariamente había de
ser un Guillermo de Baskerville posmoderno. Estaba equivocado.
El
autobús me dejó a la vera de un camino polvoriento y se alejó
dejándome solo. El silencio era total, sólo roto por un par de
moscas que zumbaban a mi alrededor. Hacía calor. No sé cuanto
tiempo transcurrió, pero al rato el silencio lo rompió el rugido de
un motor que atenuaba una canción de los Chunguitos a toda caña. Al
llegar a mi altura frenó bruscamente e identifiqué el coche: un
SEAT 131, supermirafiori, que entonces era el preferido de los
macarras. La puerta del copiloto se abrió y pude ver al conductor.
Un orondo monje con el hábito cisterciense que portaba unas gafas
“Rayban” y llevaba un Marlboro entre los labios.
-
Tú debes de ser Pepe, ¿No?. El padre Antonio me ha dicho que
venías. Anda sube.
La bodega de La Oliva |
Me
dijo. Nada más sentarme en el coche arrancó bruscamente dejando una
gran polvareda tras el vehículo. En un plis plas estábamos en la
puerta del monasterio y me presentó al hospedero: el hermano Rafael.
Un poco más tarde mientras me acomodaba en mi celda me enteré, por
un comentario del hospedero, de: que el que me había traído,
el de las “Rayban”, era el Abad; que ningún monje fumaba pero
cómo el Abad tenía que tratar con empresarios para vender los
productos que se producían: un vino más que correcto, queso,
chocolates, criaban cerdos y tenían un montón de hectáreas
cultivadas, pues tenía que “alternar” y por eso fumaba. También
era el único que tenía televisión y recibía periódicos, para
estar al tanto del mundo y luego se lo contaba a la comunidad. Me
dijo también, que el Abad había estado casado y que había tenido
hijos, pero que perdió a toda su familia en un accidente y al
quedarse solo le entró la vocación. El hermano Rafael era andaluz,
creo recordar que de Cádiz y era muy parlanchín aún a pesar del
supuesto voto de silencio. Me dijo que sólo hablaban lo
imprescindible. Por lo que supuse que todo lo que me estaba contando
era imprescindible.
Viejo libro de Emilio Fiel |
En
la cena conocí al resto de los hospedados y, para mi sorpresa, había
un par de mujeres. Una de ellas, acababa de separarse de Emilio Fiel
que era una especie de Gurú de la época que había fundado una
especie de secta llamada la “Comunidad del Arco Iris” en Lizaso,
cerca de Pamplona, dónde se hacían cursillos de depuración de todo
tipo, pero los que más éxito tenían eran los de tantra yoga. La
cosa consistía básicamente en follar sin correrse, bueno mejor
dicho correrse pero para dentro, según me explicó poco después la
señora, mirándome con ojos entre idos y seductores. Estaban también
un Yonki que como tenía una tía monja lo habían metido allí para
quitarle el vicio pero se escapaba todas las noche y se ponía hasta
el culo, tal y cómo supe unos días más tarde; ya que yo le
acompañaba, junto al tercero en discordia, que era un argentino
veterano de la recién terminada Guerra de las Malvinas y que estaba
rematadamente loco. Pero mi preferido era un tipo de Toledo al que
llamábamos el “Furor”.
Al
“Furor” le llamábamos "El Furor” porque andaba todo el día
salido, persiguiendo a la del “Arco Iris” y cuando era rechazado,
avergonzado y para hacerse perdonar por el Altísimo, se metía entre
las zarzas como San Benito a modo de penitencia. Volvía en perdición, lleno de rasguños, y nos hacía mucha gracia.
A
veces en la cena entraba en trance y con los ojos en blanco comenzaba
a gritar:
-¡Estoy
en gracia de Dios!. ¡Me siento en Gracia de Dios!
Y
se levantaba y elevaba los brazos al cielo. A lo que el hermano
Rafael le replicaba:
-¡Quieres hacer el favor de callarte, tontolaba! ¡Si tú estas en
gracia de Dios, yo lo estoy más, que para eso soy monje, y no doy
tanto por culo!
Y
así transcurrían las cenas en el recogimiento natural de este tipo
de instituciones tan antiguas. Luego, después del rezo tras la cena -creo que se llamaba “completas”-, nos fugábamos, saltando la
valla, el yonki, el argentino y un servidor, a los pueblos de la zona, en dónde nos pasaba de todo y encontrábamos sin mucha dificultad
todo tipo de piscotrópicos, tan comunes en aquella época, y llegábamos a “maitines” en carne mortal.
No
sé cuanto tiempo debí de estar; puede que un mes, más o
menos, hasta que prácticamente nos echó el hospedero, al que no se
la pegábamos. Nos dijo algo así:
-Vosotros
ni tenéis vocación, ni la vais a tener. Y este coche sale en media
hora para Pamplona y estos señores son tan amables que os llevan.
Así que ya estáis haciendo las maletas.
Y
así terminó mi periodo místico y mi situación sentimental
transitoria, a la vez; tal y como había empezado; como empezaba y
terminaba casi todo en aquel tiempo: en un autobús de línea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario