Javier Sagüés al frente de su orquesta, el 28 de marzo de 2015, en la iglesia de las Carmelitas de Villafranca (Navarra). ALICIA ARZA |
Vimos
hace unos días el trabajo que hizo Javier Sagüés sobre el Cabrero de Gallipienzo. Destacábamos allí el uso del lenguaje gallipienzano
que Sagüés hacía. Además, este jesuita, cuya pasión de siempre es la música,
ha sido también un educador admirado por todos los que han sido
discípulos suyos en los Jesuitas de Pamplona (léase Iñaki Lacunza, quien no para de contar mil
anécdotas de sus años con él). Pero, cuando leí este artículo de
Alicia Arza, descubrí otras tantas facetas sorprendentes que hacen
de
Sagüés un personaje irrepetible
HIJOS
DEL ALFARERO por Alicia
Arza
El jesuita Javier Sagüés
dedicó trece años de su vida al voluntariado en la cárcel de
Pamplona. Dice que allí “aprendió más teología que en toda su
vida”.
Cuando
Javier
Sagüés
llegó a Pamplona
se preguntaba cómo podría entrar en ese mundo, tan de los jesuitas,
que es la prisión.
Dice, con sus casi 83 años, que lo meditaba mucho y se lo
encomendaba al Señor. Un día, recuerda, iba por la calle y otro
sacerdote, al que apenas conocía, se le acercó y le llamó por su
nombre. Él, extrañado, contestó: “Dime quién eres, que me has
asaltado así, sin más, por la calle”. El extraño le respondió:
”Soy el capellán de la cárcel, Antonio
Azcona,
y me gustaría, si te atreves, que dieras unos ejercicios
espirituales a los presos”. El padre Sagüés levanta la vista,
sonríe y entrelaza las manos frente a su boca. Después dice: “¿Te
das cuenta de cómo empezó todo?”.
Han
pasado ya 18 años desde que Sagüés decidió ir una semana entera a
hacer ejercicios
espirituales
al centro penitenciario de Pamplona. “Mire, Azcona, no me importa
que no tengan fe, que sean de otra religión. Me da exactamente
igual, los ejercicios valen para todos. La gracia de Dios actúa
siempre”, fue su respuesta al capellán. Recuerda que en ese
momento en la antigua cárcel de Pamplona había “ciento y pico
presos”. Asistieron 82 a sus ejercicios.
Cuando Javier Sagüés pisó la cárcel por primera vez, tenía mucho
miedo. “No sé ni cómo me salían las palabras”, dice. El
capellán le había alertado de que allí “había de todo”.
Sagüés comenzó su discurso diciendo que iban a pensar sobre la
vida: “No tenéis nada que perder en esta vida, ¿no? Y tenéis
mucho que ganar”. Después, prosiguió: “Os voy a contar un
cuento, pero un cuento que es real. No es un cuento, es Palabra de
Dios. Está en este libro —les mostró La Biblia—y es el cuento
del alfarero”. Aquel pasaje es el de Jeremías 18,2-6:
Cada interno recibió un díptico en cuya portada se
leía: “Como el barro en manos del alfarero”. Al abrirlo,
se encontraron con una petición, un texto bíblico y una reflexión
para el coloquio. La contraportada lucía en blanco dejando hueco
para las anotaciones personales. En aquel papel se podía leer: “Veo
cómo a veces se resquebraja y agrieta, se rompe el barro… porque
es barro. Y pienso ¿Cuántas veces se ha roto mi vida?”. Al
terminar la lectura, Sagüés les dijo: “Este alfarero es Dios y Él
nos hace como Él quiere, no como nosotros queremos”. Los internos
empezaron a levantar la mano y a confesarse en público. El sacerdote
les dijo: “No, no. Yo no quiero que os confeséis en público. Yo
no he venido a eso. Vamos a pensar juntos”. No tuvo que llamar la
atención a ninguno. Se hizo el silencio. Recuerda Sagüés que aquel
texto marcó a muchos internos, algunos de ellos muy conocidos. Tanto
es así que todavía algunos cuando escriben al padre Sagüés firman
sus cartas como “El hijo del alfarero”.
El último día de aquellos ejercicios espirituales se confesaron
todos. “Hasta los de otras religiones vinieron a desahogarse”,
dice Javier Sagüés entre risas, antes de explicar: “No les podía
perdonar porque no estaban ni bautizados, pero les di la bendición”.
Cada vez que el padre Sagüés confiesa a alguien, pequeños o
mayores, repite las mismas palabras que escucharon los 82 presos: “El
Señor te bendiga y te guarde. El Señor te muestre su rostro
radiante y tenga piedad de ti. El Señor se fije en ti y en tu
familia y te conceda la paz”. Una frase mitad bíblica, mitad
cosecha propia del jesuita.
Prisión de Pamplona, ya derruida |
Aprendizaje
continuo
“Los
funcionarios te vigilarán cumpliendo su deber. Los abogados estarán
unos a tu favor y otros en tu contra. Pero ellos no tienen la última
palabra. La última palabra la tiene el único cuya misión es
perdonar”, recuerda haber dicho Sagüés antes de añadir: “Eran
cosas que yo decía y no me habían salido nunca. Yo no sé de dónde
me salió a mí esa doctrina. El capellán estaba con la boca
abierta. Yo notaba que hablaba Dios”. Los presos entraron en
picado, aceptaron la derrota. Muchos quisieron remontar el vuelo.
Javier Sagüés peleó por conseguir permisos de salida a muchos
presos en los que depositaba su confianza. Les pedía que se portasen
bien esos tres días, ya que influirían en futuros permisos. Y ha
obtenido respuestas de todo tipo: “Uno nada más salir fue a
atracar un banco con una escopeta de juguete”, recuerda apenado
Sagüés. “¿No tienes cabeza o qué tienes tú? Yo te puedo
perdonar, pero hay otros a quienes has ofendido y a ver si ellos te
perdonan”, le dijo el jesuita a aquel interno. Sagüés les
educaba, les corregía. “Después del primer día, jamás he vuelto
a tener miedo en la prisión”, sentencia. Se enganchó, se ofreció
como voluntario y cada año les daba ejercicios espirituales. Todos
los martes, sábados y domingos iba a prisión. Después de misa, él
y el capellán Azcona solían dar chocolatinas a los internos. Los
presos respondían con la misma dedicación.
Nacho
Iturria, que
también trabajó como capellán de la cárcel, dijo en una comida al
arzobispo de Pamplona: “De todas las catequesis de adultos de
Navarra, estos —los reclusos— son los más formales”. Algunos
internos ni siquiera eran católicos. Los había de otras religiones.
Javier Sagüés sonríe y, con la mirada perdida, afirma: “Así
pasaron trece años y yo aprendí más teología en la cárcel que en
toda mi vida”.
Nacho Iturria y reclusos |
Aprendió la teología de la cercanía, del encuentro, del que sufre,
del marginado. “Muchos de estos muchachos decían: ‘Yo voy a
salir pero, ¿a dónde voy?’. En mi casa no me quieren”, narra
Sagüés. “Soy miedoso, pero en la cárcel no tenía miedo porque
me acercaba queriéndoles”. Explica que muchos después de cometer
un crimen contra otra persona piensan en suicidarse, en quitarse de
en medio. “Ahora vas a empezar a vivir de verdad”, les decía el
padre, “has vivido pensando solo en ti y ahora vas a vivir pensando
en los demás”. Sagüés recuerda que en el Evangelio Jesús dice
“estuve preso y me visitasteis”. “El preso es Jesús, hay ahí
una encarnación, no con el crimen sino con la bondad para sacarlo a
flote”, dice con seriedad. Este jesuita nunca quiso ir a ningún
juicio, pero los internos le informaban de todo. “Para mí han sido
trece años de gracia”, afirma con rotundidad. Trató con las
familias de los reclusos y tiene amistad con algunas de ellas. “He
fracasado con muchas”, dice, cabizbajo, al referirse a las familias
que no han querido saber nada de sus familiares internos.
“Me acuerdo de muchos presos en concreto, pero no quiero decir sus
nombres”, declara sin tapujos Sagüés. “Había uno que era
asesino a sueldo por 6000 euros, pero había más de uno”, dice
antes de añadir que aquel chico fue a misa desde el primer día y
Sagüés no entendía qué buscaba, puesto que había matado a una
mujer. “La mujer iba con un niño de dos años y fue a pegar un
tiro al pequeño y se le encasquilló la pistola. Salió corriendo y
la policía le pilló”, cuenta. Aquel interno le contó la historia
en los pasillos. “Si hubiera sido en confesión no te lo digo, por
supuesto”, manifiesta el jesuita. Era ya el último año que Sagüés
estaba en la cárcel, antes de enfermar gravemente, pero ha seguido
al tanto de lo que ocurrió con ese interno: “Creo que está
redimido, dejó ese trabajo y lleva una vida normal”.
El jesuita Javier Sagüés dedicó trece años de su vida a la atención de los presos de la cárcel de Pamplona. ALICIA ARZA |
Después
de la cárcel
Hace ya cuatro años que el padre Sagüés dejó de hacer
voluntariado en el centro penitenciario de Pamplona. No porque no
quiera, sino porque su salud se lo impide. Aparenta diez años menos
de los que tiene, conserva bastante pelo aunque ya haya perdido todo
su color. Tan solo en las cejas el gris se turna con el negro, y
contrasta con las gafas finas, con varilla metálica, tras la que se
esconden sus ojos. Sonríe mucho. Al hacerlo se le marcan más las
arrugas, porque está bastante delgado. Sin embargo, todavía
mantiene el contacto con muchos presos, aunque ahora se comunica con
ellos por correo ordinario en lugar de desplazarse hasta la cárcel.
“Siempre es sospechoso que te vean dar una carta a un preso, hay
que tener mucho cuidado”, comenta sonriendo y mientras levanta en
alto el dedo índice. Sus manos sí delatan años de trabajo. Pero,
en sus más de ocho décadas de vida, Javier Sagüés ha tenido
tiempo de hacer muchos amigos y tratar con miles de personas.
Después
de pasar seis meses con los leprosos, dedicó otro medio año a
componer, una de sus grandes pasiones, y a descansar, tal y como le
habían sugerido. En ese tiempo dedicado a notas y acordes compuso
la Cantata a San Ignacio.
Han pasado más de quince años, pero Sagüés sigue tan ligado a la
música como entonces. No se ha jubilado, y no lo hará, de su mayor
pasión. Los domingos, de nueve a diez menos cuarto de la noche, se
reúnen con él los niños y jóvenes que componen su orquesta.
El
jesuita puede presumir de tener una orquesta con 45 instrumentos.
Aunque él hubiera seguido con su voluntariado en la cárcel si sus
superiores no le hubiesen convencido de que era demasiado trabajo
para su entonces frágil salud. “Se llama Orquesta
Loyola y me gusta
cómo tocan”, dice orgulloso. El 28 de marzo de 2015, Sagüés y su
orquesta actuaron en la iglesia de las Carmelitas
de Villafranca. Los
músicos llegaron dos horas antes del inicio de la función. El
jesuita había planeado un ensayo, merienda y posterior visita a la
parroquia del pueblo. Los niños, sin embargo, comenzaron a merendar
nada más llegar. “Pero bueno, ¿Queréis venir ya?”, gritó
Sagüés desde el altar, intentando captar la atención de quienes
comían la merendola preparada en una de las salas adyacentes. Unos
diez minutos después, doce violines, un contrabajo, cinco cellos,
seis flautas traveseras y otros tantos instrumentos eran afinados por
sus dueños. Sentados delante del altar en dos grupos, uno a cada
lado del atril desde el que Sagüés dirige el ensayo.
“¡Piano!,¡Piano!, ¡Piano!, más piano o me voy”, amenazó
Sagüés. No es muy alto, en torno al metro setenta, pero subido al
atril y con los brazos en alto, gana en envergadura. A algunos niños
se les escapó una sonrisa, otros parecían más sorprendidos por el
repentino “carácter” del jesuita. “En los ensayos soy más
estricto, pero luego en el concierto no, ¿eh?”, aclaró Sagüés.
Después del ensayo llegó la prometida merienda con bocadillos de
chorizo, salchichón, queso y demás embutidos. No faltó la tortilla
de patatas. Tampoco el vino para aquellos padres que, con paciencia,
habían presenciado también el ensayo. Durante la merienda, un par
de chicas de la orquesta, de unos catorce o quince años, intentaron
tomar el pelo al jesuita. “Anda, no me intentéis engañar que os
quedáis sin chocolate”, les dijo entre risas él. Cuando comenzó
el concierto, Sagüés se transformó. Sonreía y de vez en cuando
dirigía la orquesta con un “¡No oigo las flautas!” o “¡Un,
dos, tres!” mientras elevaba las manos. Lucía estaba rígida, le
dolía la espalda. Sus compañeras, sin embargo, se intentaban mover
para aliviar el malestar de la postura al tocar el violín. Al
terminar el concierto, el párroco del pueblo dijo: “Estos jóvenes
son un ejemplo a seguir”. Sagüés esbozó una sonrisa y miro a sus
chicos, que como vasijas de barro se dejan moldear. Al fondo, en uno
de los bancos una madre se pregunta en voz alta: “¿Cuándo él
falte, qué pasará con la orquesta?”.
Galerías cárcel Pamplona |
Como
a un hijo
Javier
Sagüés pierde la sonrisa por un momento y se pone serio al recordar
a algunos de los internos con los que trató en la cárcel. La
alegría de su orquesta contrasta con las melodías que han guiado y
todavía guían las vidas de muchos presos. “He tenido algunos que
se han suicidado”, cuenta. “Es muy duro. El compañero de celda
no se da cuenta porque es muy fácil ahorcarse con una sábana o
asfixiarse y que te dé un infarto enseguida”. Durante los años en
los que él estaba haciendo voluntariado
le tocó vivir varios suicidios y otras tantas muertes. Incluso uno
de los médicos que atendía a los internos se quitó la vida
aparentemente por la depresión que sufría. Aunque no todo es
negativo, porque Sagüés también acudió a una boda en la cárcel.
El capellán Azcona casó a dos presos y, aunque el lugar no fuera
seguramente el más deseado por ellos, el jesuita recuerda aquel día
con alegría. También con el actual capellán vivió la celebración
de un sacramento: los internos a los que el propio Sagüés daba
catequesis se confirmaron en prisión.
Antonio Azcona |
“Te
contaría muchas cosas, pero tengo miedo”, confiesa el sacerdote.
“Tengo presos que me llaman mucho, que ya están saliendo y no
quieren que la gente lo sepa”. Habla de una interna condenada a 25
años de cárcel. Dice que es una mujer culta, muy guapa y que le
escribe cartas de diez páginas. Recuerda que ella se aficionó a
leer casi siempre en la misa. Prefiere no contar qué crimen cometió
porque la reconocerían. “He visto actuar mucho la Gracia de Dios”,
reconoce él antes de contar que esa misma mujer le pidió hace poco
un ejemplar de la Sagrada
Biblia. Habla
también de otra interna. A ella le animó a cantar en misa. Él la
acompañó a dúo entonando la jota a la Virgen de Ujué. “Es
morenica y galana…”,
canta con fuerza Javier Sagüés. Conoce la situación actual de esta
interna, sigue su caso. De nuevo, no quiere dar más detalles para no
delatar a quien en él confía. Es el caso de un joven cuyo crimen
causó un gran revuelo mediático. No es posible decir qué hizo o
cuándo lo hizo sin destapar su identidad. “Es un preso
completamente diferente al resto porque tiene una visión muy
distinta de la cárcel”, se atreve a decir el jesuita. Reconoce que
cada vez que ese interno sale del centro penitenciario en el que
está, le llama por teléfono. Cuando entró en prisión, el padre
Sagüés se encargó de buscar un compañero que le cuidase, aunque
esto es algo que el jesuita hizo en numerosas ocasiones. “Y el
compañero me lo cuidó perfectamente”, dice sonriendo. Pero al
igual que con el resto de internos, tampoco fue a su juicio pese a
tener una relación muy estrecha con él. “Me quiere como a un
padre y yo le quiero como a un hijo”, afirma con franqueza y
alegría. “No puedes hacerte a la idea de la amistad que tenemos”,
sentencia Javier Sagüés. “Tengo que ser muy discreto”, se
reafirma el jesuita. Cuatro años después de abandonar su
voluntariado en prisión, el jesuita dice orgulloso: “Para mí han
sido trece años de las mayores enseñanzas”. No importa que Javier
Sagüés hiciera el doctorado en Frankfurt, que se fuera un mes a
Rusia para estudiar música, que haya dedicado más de la mitad de su
vida a la enseñanza en el colegio Jesuitas de Pamplona o que haya
dado ejercicios espirituales a cientos de religiosas y laicos. Sagüés
repite que para él los mejores años fueron los que pasó en la
cárcel.
3 comentarios:
Honestamente, Patxi, es la entrada de tu blog que menos me ha gustado. La tal Alicia Arza muerde el anzuelo es que tanto gusta de las redenciones en la carcel... por lo visto no sabe lo dados que son los reclusos a mentir y simular arrepentimientos. La frase definitiva es
“Creo que está redimido, dejó ese trabajo y lleva una vida normal”.
¿Puede saberse quién es el cura de la carcel para decir quien esta redimido y quien no? Estas historietas acaban por hacer calar la idea de que es mejor el arrepentido que quienes optamos por llevar una vida honrada desde el principio.
Te ruego que pongas algún nombre o seudónimo para saber con quién hablamos. Gracias, de todas formas, por dar tu opinión
Me ha gustado mucho el relato que hace Arza del Padre Sagüés. Todos podemos llegar a ser una persona redimida si alguien nos ayuda y nosotros nos dejamos. Indudablemente el Padre Sagüés habrá ayudado a muchos. Las circunstancias de cada uno son tan diferentes que es difícil valorar quiénes son mejores personas, qué genes portan unos y otros, qué ambiente han vivido, por qué han actuado así...
Con respeto a la libertad de opinión, ánimo por los que como el Padre Sagüés optan por ayudar a los demás.
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