viernes, 26 de agosto de 2016

Javier Sagüés y los "hijos del alfarero"

Javier Sagüés al frente de su orquesta, el 28 de marzo de 2015,
en la iglesia de las Carmelitas de Villafranca (Navarra). ALICIA ARZA
Vimos hace unos días el trabajo que hizo Javier Sagüés sobre el Cabrero de Gallipienzo. Destacábamos allí el uso del lenguaje gallipienzano que Sagüés hacía. Además, este jesuita, cuya pasión de siempre es la música, ha sido también un educador admirado por todos los que han sido discípulos suyos en los Jesuitas de Pamplona (léase Iñaki Lacunza, quien no para de contar mil anécdotas de sus años con él). Pero, cuando leí este artículo de Alicia Arza, descubrí otras tantas facetas sorprendentes que hacen de Sagüés un personaje irrepetible

HIJOS DEL ALFARERO                                                                              por Alicia Arza
El jesuita Javier Sagüés dedicó trece años de su vida al voluntariado en la cárcel de Pamplona. Dice que allí “aprendió más teología que en toda su vida”.
Cuando Javier Sagüés llegó a Pamplona se preguntaba cómo podría entrar en ese mundo, tan de los jesuitas, que es la prisión. Dice, con sus casi 83 años, que lo meditaba mucho y se lo encomendaba al Señor. Un día, recuerda, iba por la calle y otro sacerdote, al que apenas conocía, se le acercó y le llamó por su nombre. Él, extrañado, contestó: “Dime quién eres, que me has asaltado así, sin más, por la calle”. El extraño le respondió: ”Soy el capellán de la cárcel, Antonio Azcona, y me gustaría, si te atreves, que dieras unos ejercicios espirituales a los presos”. El padre Sagüés levanta la vista, sonríe y entrelaza las manos frente a su boca. Después dice: “¿Te das cuenta de cómo empezó todo?”.
Han pasado ya 18 años desde que Sagüés decidió ir una semana entera a hacer ejercicios espirituales al centro penitenciario de Pamplona. “Mire, Azcona, no me importa que no tengan fe, que sean de otra religión. Me da exactamente igual, los ejercicios valen para todos. La gracia de Dios actúa siempre”, fue su respuesta al capellán. Recuerda que en ese momento en la antigua cárcel de Pamplona había “ciento y pico presos”. Asistieron 82 a sus ejercicios.
Cuando Javier Sagüés pisó la cárcel por primera vez, tenía mucho miedo. “No sé ni cómo me salían las palabras”, dice. El capellán le había alertado de que allí “había de todo”. Sagüés comenzó su discurso diciendo que iban a pensar sobre la vida: “No tenéis nada que perder en esta vida, ¿no? Y tenéis mucho que ganar”. Después, prosiguió: “Os voy a contar un cuento, pero un cuento que es real. No es un cuento, es Palabra de Dios. Está en este libro —les mostró La Biblia—y es el cuento del alfarero”. Aquel pasaje es el de Jeremías 18,2-6:


Cada interno recibió un díptico en cuya portada se leía: “Como el barro en manos del alfarero”. Al abrirlo, se encontraron con una petición, un texto bíblico y una reflexión para el coloquio. La contraportada lucía en blanco dejando hueco para las anotaciones personales. En aquel papel se podía leer: “Veo cómo a veces se resquebraja y agrieta, se rompe el barro… porque es barro. Y pienso ¿Cuántas veces se ha roto mi vida?”. Al terminar la lectura, Sagüés les dijo: “Este alfarero es Dios y Él nos hace como Él quiere, no como nosotros queremos”. Los internos empezaron a levantar la mano y a confesarse en público. El sacerdote les dijo: “No, no. Yo no quiero que os confeséis en público. Yo no he venido a eso. Vamos a pensar juntos”. No tuvo que llamar la atención a ninguno. Se hizo el silencio. Recuerda Sagüés que aquel texto marcó a muchos internos, algunos de ellos muy conocidos. Tanto es así que todavía algunos cuando escriben al padre Sagüés firman sus cartas como “El hijo del alfarero”.
El último día de aquellos ejercicios espirituales se confesaron todos. “Hasta los de otras religiones vinieron a desahogarse”, dice Javier Sagüés entre risas, antes de explicar: “No les podía perdonar porque no estaban ni bautizados, pero les di la bendición”. Cada vez que el padre Sagüés confiesa a alguien, pequeños o mayores, repite las mismas palabras que escucharon los 82 presos: “El Señor te bendiga y te guarde. El Señor te muestre su rostro radiante y tenga piedad de ti. El Señor se fije en ti y en tu familia y te conceda la paz”. Una frase mitad bíblica, mitad cosecha propia del jesuita.

Prisión de Pamplona, ya derruida
Aprendizaje continuo
“Los funcionarios te vigilarán cumpliendo su deber. Los abogados estarán unos a tu favor y otros en tu contra. Pero ellos no tienen la última palabra. La última palabra la tiene el único cuya misión es perdonar”, recuerda haber dicho Sagüés antes de añadir: “Eran cosas que yo decía y no me habían salido nunca. Yo no sé de dónde me salió a mí esa doctrina. El capellán estaba con la boca abierta. Yo notaba que hablaba Dios”. Los presos entraron en picado, aceptaron la derrota. Muchos quisieron remontar el vuelo. Javier Sagüés peleó por conseguir permisos de salida a muchos presos en los que depositaba su confianza. Les pedía que se portasen bien esos tres días, ya que influirían en futuros permisos. Y ha obtenido respuestas de todo tipo: “Uno nada más salir fue a atracar un banco con una escopeta de juguete”, recuerda apenado Sagüés. “¿No tienes cabeza o qué tienes tú? Yo te puedo perdonar, pero hay otros a quienes has ofendido y a ver si ellos te perdonan”, le dijo el jesuita a aquel interno. Sagüés les educaba, les corregía. “Después del primer día, jamás he vuelto a tener miedo en la prisión”, sentencia. Se enganchó, se ofreció como voluntario y cada año les daba ejercicios espirituales. Todos los martes, sábados y domingos iba a prisión. Después de misa, él y el capellán Azcona solían dar chocolatinas a los internos. Los presos respondían con la misma dedicación.
Nacho Iturria y reclusos
Nacho Iturria, que también trabajó como capellán de la cárcel, dijo en una comida al arzobispo de Pamplona: “De todas las catequesis de adultos de Navarra, estos —los reclusos— son los más formales”. Algunos internos ni siquiera eran católicos. Los había de otras religiones. Javier Sagüés sonríe y, con la mirada perdida, afirma: “Así pasaron trece años y yo aprendí más teología en la cárcel que en toda mi vida”.
Aprendió la teología de la cercanía, del encuentro, del que sufre, del marginado. “Muchos de estos muchachos decían: ‘Yo voy a salir pero, ¿a dónde voy?’. En mi casa no me quieren”, narra Sagüés. “Soy miedoso, pero en la cárcel no tenía miedo porque me acercaba queriéndoles”. Explica que muchos después de cometer un crimen contra otra persona piensan en suicidarse, en quitarse de en medio. “Ahora vas a empezar a vivir de verdad”, les decía el padre, “has vivido pensando solo en ti y ahora vas a vivir pensando en los demás”. Sagüés recuerda que en el Evangelio Jesús dice “estuve preso y me visitasteis”. “El preso es Jesús, hay ahí una encarnación, no con el crimen sino con la bondad para sacarlo a flote”, dice con seriedad. Este jesuita nunca quiso ir a ningún juicio, pero los internos le informaban de todo. “Para mí han sido trece años de gracia”, afirma con rotundidad. Trató con las familias de los reclusos y tiene amistad con algunas de ellas. “He fracasado con muchas”, dice, cabizbajo, al referirse a las familias que no han querido saber nada de sus familiares internos.
“Me acuerdo de muchos presos en concreto, pero no quiero decir sus nombres”, declara sin tapujos Sagüés. “Había uno que era asesino a sueldo por 6000 euros, pero había más de uno”, dice antes de añadir que aquel chico fue a misa desde el primer día y Sagüés no entendía qué buscaba, puesto que había matado a una mujer. “La mujer iba con un niño de dos años y fue a pegar un tiro al pequeño y se le encasquilló la pistola. Salió corriendo y la policía le pilló”, cuenta. Aquel interno le contó la historia en los pasillos. “Si hubiera sido en confesión no te lo digo, por supuesto”, manifiesta el jesuita. Era ya el último año que Sagüés estaba en la cárcel, antes de enfermar gravemente, pero ha seguido al tanto de lo que ocurrió con ese interno: “Creo que está redimido, dejó ese trabajo y lleva una vida normal”.
El jesuita Javier Sagüés dedicó trece años de su vida a la
atención de los presos de la cárcel de Pamplona. ALICIA ARZA
Después de la cárcel
Hace ya cuatro años que el padre Sagüés dejó de hacer voluntariado en el centro penitenciario de Pamplona. No porque no quiera, sino porque su salud se lo impide. Aparenta diez años menos de los que tiene, conserva bastante pelo aunque ya haya perdido todo su color. Tan solo en las cejas el gris se turna con el negro, y contrasta con las gafas finas, con varilla metálica, tras la que se esconden sus ojos. Sonríe mucho. Al hacerlo se le marcan más las arrugas, porque está bastante delgado. Sin embargo, todavía mantiene el contacto con muchos presos, aunque ahora se comunica con ellos por correo ordinario en lugar de desplazarse hasta la cárcel. “Siempre es sospechoso que te vean dar una carta a un preso, hay que tener mucho cuidado”, comenta sonriendo y mientras levanta en alto el dedo índice. Sus manos sí delatan años de trabajo. Pero, en sus más de ocho décadas de vida, Javier Sagüés ha tenido tiempo de hacer muchos amigos y tratar con miles de personas.
Después de pasar seis meses con los leprosos, dedicó otro medio año a componer, una de sus grandes pasiones, y a descansar, tal y como le habían sugerido. En ese tiempo dedicado a notas y acordes compuso la Cantata a San Ignacio. Han pasado más de quince años, pero Sagüés sigue tan ligado a la música como entonces. No se ha jubilado, y no lo hará, de su mayor pasión. Los domingos, de nueve a diez menos cuarto de la noche, se reúnen con él los niños y jóvenes que componen su orquesta.
El jesuita puede presumir de tener una orquesta con 45 instrumentos. Aunque él hubiera seguido con su voluntariado en la cárcel si sus superiores no le hubiesen convencido de que era demasiado trabajo para su entonces frágil salud. “Se llama Orquesta Loyola y me gusta cómo tocan”, dice orgulloso. El 28 de marzo de 2015, Sagüés y su orquesta actuaron en la iglesia de las Carmelitas de Villafranca. Los músicos llegaron dos horas antes del inicio de la función. El jesuita había planeado un ensayo, merienda y posterior visita a la parroquia del pueblo. Los niños, sin embargo, comenzaron a merendar nada más llegar. “Pero bueno, ¿Queréis venir ya?”, gritó Sagüés desde el altar, intentando captar la atención de quienes comían la merendola preparada en una de las salas adyacentes. Unos diez minutos después, doce violines, un contrabajo, cinco cellos, seis flautas traveseras y otros tantos instrumentos eran afinados por sus dueños. Sentados delante del altar en dos grupos, uno a cada lado del atril desde el que Sagüés dirige el ensayo. “¡Piano!,¡Piano!, ¡Piano!, más piano o me voy”, amenazó Sagüés. No es muy alto, en torno al metro setenta, pero subido al atril y con los brazos en alto, gana en envergadura. A algunos niños se les escapó una sonrisa, otros parecían más sorprendidos por el repentino “carácter” del jesuita. “En los ensayos soy más estricto, pero luego en el concierto no, ¿eh?”, aclaró Sagüés.
Después del ensayo llegó la prometida merienda con bocadillos de chorizo, salchichón, queso y demás embutidos. No faltó la tortilla de patatas. Tampoco el vino para aquellos padres que, con paciencia, habían presenciado también el ensayo. Durante la merienda, un par de chicas de la orquesta, de unos catorce o quince años, intentaron tomar el pelo al jesuita. “Anda, no me intentéis engañar que os quedáis sin chocolate”, les dijo entre risas él. Cuando comenzó el concierto, Sagüés se transformó. Sonreía y de vez en cuando dirigía la orquesta con un “¡No oigo las flautas!” o “¡Un, dos, tres!” mientras elevaba las manos. Lucía estaba rígida, le dolía la espalda. Sus compañeras, sin embargo, se intentaban mover para aliviar el malestar de la postura al tocar el violín. Al terminar el concierto, el párroco del pueblo dijo: “Estos jóvenes son un ejemplo a seguir”. Sagüés esbozó una sonrisa y miro a sus chicos, que como vasijas de barro se dejan moldear. Al fondo, en uno de los bancos una madre se pregunta en voz alta: “¿Cuándo él falte, qué pasará con la orquesta?”.

Galerías cárcel Pamplona
Como a un hijo
Javier Sagüés pierde la sonrisa por un momento y se pone serio al recordar a algunos de los internos con los que trató en la cárcel. La alegría de su orquesta contrasta con las melodías que han guiado y todavía guían las vidas de muchos presos. “He tenido algunos que se han suicidado”, cuenta. “Es muy duro. El compañero de celda no se da cuenta porque es muy fácil ahorcarse con una sábana o asfixiarse y que te dé un infarto enseguida”. Durante los años en los que él estaba haciendo voluntariado le tocó vivir varios suicidios y otras tantas muertes. Incluso uno de los médicos que atendía a los internos se quitó la vida aparentemente por la depresión que sufría. Aunque no todo es negativo, porque Sagüés también acudió a una boda en la cárcel. El capellán Azcona casó a dos presos y, aunque el lugar no fuera seguramente el más deseado por ellos, el jesuita recuerda aquel día con alegría. También con el actual capellán vivió la celebración de un sacramento: los internos a los que el propio Sagüés daba catequesis se confirmaron en prisión.
Antonio Azcona

“Te contaría muchas cosas, pero tengo miedo”, confiesa el sacerdote. “Tengo presos que me llaman mucho, que ya están saliendo y no quieren que la gente lo sepa”. Habla de una interna condenada a 25 años de cárcel. Dice que es una mujer culta, muy guapa y que le escribe cartas de diez páginas. Recuerda que ella se aficionó a leer casi siempre en la misa. Prefiere no contar qué crimen cometió porque la reconocerían. “He visto actuar mucho la Gracia de Dios”, reconoce él antes de contar que esa misma mujer le pidió hace poco un ejemplar de la Sagrada Biblia. Habla también de otra interna. A ella le animó a cantar en misa. Él la acompañó a dúo entonando la jota a la Virgen de Ujué. “Es morenica y galana…”, canta con fuerza Javier Sagüés. Conoce la situación actual de esta interna, sigue su caso. De nuevo, no quiere dar más detalles para no delatar a quien en él confía. Es el caso de un joven cuyo crimen causó un gran revuelo mediático. No es posible decir qué hizo o cuándo lo hizo sin destapar su identidad. “Es un preso completamente diferente al resto porque tiene una visión muy distinta de la cárcel”, se atreve a decir el jesuita. Reconoce que cada vez que ese interno sale del centro penitenciario en el que está, le llama por teléfono. Cuando entró en prisión, el padre Sagüés se encargó de buscar un compañero que le cuidase, aunque esto es algo que el jesuita hizo en numerosas ocasiones. “Y el compañero me lo cuidó perfectamente”, dice sonriendo. Pero al igual que con el resto de internos, tampoco fue a su juicio pese a tener una relación muy estrecha con él. “Me quiere como a un padre y yo le quiero como a un hijo”, afirma con franqueza y alegría. “No puedes hacerte a la idea de la amistad que tenemos”, sentencia Javier Sagüés. “Tengo que ser muy discreto”, se reafirma el jesuita. Cuatro años después de abandonar su voluntariado en prisión, el jesuita dice orgulloso: “Para mí han sido trece años de las mayores enseñanzas”. No importa que Javier Sagüés hiciera el doctorado en Frankfurt, que se fuera un mes a Rusia para estudiar música, que haya dedicado más de la mitad de su vida a la enseñanza en el colegio Jesuitas de Pamplona o que haya dado ejercicios espirituales a cientos de religiosas y laicos. Sagüés repite que para él los mejores años fueron los que pasó en la cárcel.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Honestamente, Patxi, es la entrada de tu blog que menos me ha gustado. La tal Alicia Arza muerde el anzuelo es que tanto gusta de las redenciones en la carcel... por lo visto no sabe lo dados que son los reclusos a mentir y simular arrepentimientos. La frase definitiva es

“Creo que está redimido, dejó ese trabajo y lleva una vida normal”.

¿Puede saberse quién es el cura de la carcel para decir quien esta redimido y quien no? Estas historietas acaban por hacer calar la idea de que es mejor el arrepentido que quienes optamos por llevar una vida honrada desde el principio.

desolvidar dijo...

Te ruego que pongas algún nombre o seudónimo para saber con quién hablamos. Gracias, de todas formas, por dar tu opinión

Elisa Urtasun Erro dijo...

Me ha gustado mucho el relato que hace Arza del Padre Sagüés. Todos podemos llegar a ser una persona redimida si alguien nos ayuda y nosotros nos dejamos. Indudablemente el Padre Sagüés habrá ayudado a muchos. Las circunstancias de cada uno son tan diferentes que es difícil valorar quiénes son mejores personas, qué genes portan unos y otros, qué ambiente han vivido, por qué han actuado así...
Con respeto a la libertad de opinión, ánimo por los que como el Padre Sagüés optan por ayudar a los demás.