Vista de Pamplona, desde la Cuesta Beloso 1964 |
¿Tu
palabra? El color, nuevamente la luz, el sueño... / sólo, cuando una vez
requirieron tu voz en tu homenaje, / conteniendo apenas la emoción y las
lagrimas, / apretaste tu boina entre las manos / y de aquella garganta
estremecida / de hombre sencillo, que no niega su origen / y es fiel a sus
raíces/ brotó con fuerza la magia de una jota. / Sí, hace cien años que viste
aquí la luz/ atrapándola en el fondo de tus lienzos, / que hace inmortal / y
recuerda el amor a tu Navarra... / Y al Sur final de todos tus trabajos /tu
firma en rojo fuego / sabe a sangre y a vino de Murchante.
JOSE
JAVIER ALFARO. 1989.
He subido a Facebook la mayor parte de los cuadros que se exponen en la Ciudadela
MALU SERRANO GC Pamplona
Javier y
Jaime, hijos de Basiano, fueron los únicos discípulos del ‘pintor de la ciudad’. Aprendieron de él
en tantos viajes con el Biscúter amarillo y en su estudio. Basiano pintó miles de
cuadros. Unos 5.000, calcula el experto en su figura, José María Muruzábal,
aunque “catalogados” solo tiene alrededor de 1.700 lienzos.
El viernes pasado
se inauguró una exposición retrospectiva de su obra en la Ciudadela de
Pamplona, después de quince años de la última, y los herederos del artista echaron
la vista atrás para recordarle. “En los años cincuenta, le encargaron hacer un
cuadro de la peñas de Oskia. Los mecenas le debieron de poner un chófer, que al
llegar allá le debió de clavar tal cantidad, que decidió comprarse un
coche. Se diría: ‘Esta es la última vez que me pasa’. Y se compró un Biscúter.
Un Biscúter en la Navarra de los años cincuenta era un lujo. “Y, además, lo
pintó de amarillo”, relataba Javier, cuando su nieto lo interrumpió
sorprendido. “¿Ah, sí? ¡No me lo habías contado!”, exclama Jesús Basiano. “Sí,
además, en el capó pintó un pequeño paisaje”, continúa el hijo de Basiano. “Ahora
puede ir uno de cualquier forma, pero en los cincuenta, no. Y el coche lo pintó
porque le dio la gana”.
Jesús Basiano se recorrió Navarra para inmortalizarla
en una “gran sinfonía de colores”, como dice José María Muruzábal. Su mirada
tenía una delicadeza exquisita para los colores.
Puente de Santa Engracia y playa de la Rochapea, 1948 |
Los
primeros lienzos
Puerta Preciosa, 1928 |
Jesús
Basiano Martínez Pérez nació en Murchante el 9 de diciembre de 1889, en el seno
de una familia encabezada por Pedro Martínez, un labrador acomodado, y Gregoria
Pérez Pérez. No tenían ningún antecedente familiar relacionado con el arte, pero
hoy podemos ver fotografías de Basiano pintando con su padre en Vizcaya hacia
1905. El último año del siglo XIX marcharon a Bilbao por el trabajo de su padre
y fue allí donde empezó su formación académica en pintura. Se matriculó en la
Escuela de Artes y Oficios de la capital vizcaína.
Aunque no fue tan sencillo. Al poco tiempo, falleció su padre y tuvo que dejar el centro para ponerse a trabajar. Jesús Basiano sabía para qué había nacido y lo persiguió durante toda su vida, hasta en la dura posguerra. Hacia 1910, “empezó a dedicarse en serio, realizando paisajes de diversas zonas de Vizcaya y por esos momentos debió de conocer al maestro del paisaje español, Darío de Regoyos, que pasaba largas temporadas en el País Vasco”, cuenta Muruzábal en el libro de la muestra.
Y solo un año después, hace sus primeras exposiciones en Pamplona y logra buenas
críticas del mundo de la pintura como Ciga, Zubiri y Gaztelu. Gracias a ellas,
Basiano consiguió una beca de la Diputación para estudiar en la Escuela de
Bellas Artes de San Fernando en Madrid y, después en Roma, “de dónde no sabía
cómo había vuelto, porque tuvo que pedir unos duros”, contaba el que era
director de Diario de Navarra, José Javier Uranga, en el obituario que
escribió en su columna Desd’el gallo de san Cernin.
Uranga lo describía
como “un hombre fuerte, duro, con una elegante brusquedad de expresión y una
gran finura de espíritu”. Muruzábal afirma que “fue uno de los artistas
navarros de su época con mejor y más completa formación”. Tras completar esta
rica educación volvió a España e instaló su vivienda en Durango. De esta manera
comienza el nuevo periodo de su obra: la segunda etapa vizcaína, en la que sus obras
alcanzan un nivel altísimo y se sitúan por el Duranguesado, por el Pirineo
navarro y aragonés y otros muchos lugares de su tierra. Con unos treinta años
era considerado como “un magnífico pintor”, según afirma
José María Muruzábal.
Garralda, 1930-35 |
La
crisis ante la fama
Al
poco de llegar de nuevo al norte del país, su nombre empezó a sonar entre las
altas esferas de la pintura vasca gracias a sus exitosas exposiciones. 1925 fue
clave para Jesús Basiano: cambió el País Vasco por Navarra, se instaló hasta sus
últimos días en Pamplona, y su exposición en el Salón Nancy de Madrid encumbró su nombre hasta lo más alto a nivel nacional. Pero Jesús Basiano no estaba
cómodo en ese mundo, la vida que gira en torno al arte no iba nada con su personalidad.
Él era feliz yendo de un sitio para otro para plasmar su Navarra, la que veían
sus ojos: la sensibilidad para descifrar y plasmar cada uno de los colores. La
paleta de Basiano era inagotable.
Jaime Basiano, el otro hijo del ‘pintor de
Navarra’, recalcó en la presentación de la exposición que “su padre iba
caminando a todos los lugares para pintarlos. Y muchas veces se perdió. No era
como ahora, que hay coches”. “Además, hoy seguimos apreciando que los lienzos
están doblados por el tiempo después de haberlos llevado de un lugar a otro
enrollados”, continuó explicando el comisario de la obra. Este era el día a día
de los artistas. En las fotografías que recoge Muruzábal en el libro editado para
la exposición podemos ver a los hijos de Jesús Basiano ayudándole a sujetar la
sombrilla en Yesa mientras el artista mezclaba sus óleos en la paleta. Y así
aprendieron Jaime y Javier: acompañado a su padre en cada pincelada.
Una
vida tranquila
Pintando la Puerta del Amparo |
No
pedía mucho: pintar su tierra. Quizá por eso se quedó el resto de su vida en
Pamplona. Muruzábal cuenta que “su relación con los habitantes de Pamplona fue
la derivada de su oficio; el observarle salir a pintar en su bicicleta cargada hasta
la saciedad de telas, óleos y caballetes, el volver acompañado de sus hijos en
su célebre Biscuter de color amarillo, su café o su aperitivo en la Plaza del
Castillo, la venta de sus cuadros en la peluquería del Casino Principal, en
algún conocido bar. Eso fue toda su vida”.
La tercera etapa del pintor se ubica
desde que sitúa su residencia en Pamplona hasta que termina la Guerra Civil.
Después comienzan sus últimos años como pintor: desde 1940 a 1966. Fueron tiempos
duros. Muy duros. Basiano utilizaba sus obras como moneda de cambio, porque
consiguió vivir de ello. Pero no estaban bien valoradas. “Basiano se vio en la
imperiosa necesidad de malvender su arte, en ocasiones a precios irrisorios. Pagaba
por sus lienzos al sastre o al dentista. Esto le obligó a dejarse engañar por
algunos que se llamaban sus amigos y clientes”, explica Muruzábal. Para fijar
el precio hacía como que se olvidaba del valor artístico y se acordaba de todas
la dificultades que había tenido por el camino. ‘El pintor de Navarra’, como lo
define José María Muruzábal, en aquellas fechas también tenía que mantener a su
familia. Jesús Basiano contrajo entonces matrimonio con Rosario García
Goizueta, a quien conoció por Estella durante la Guerra Civil.
Los años
cuarenta son para Jesús Basiano los años de madurez y de fama del artista
dentro de la sociedad navarra. Aunque su cénit de popularidad en su tierra
llega en los cincuenta. Las torres de San Cernin le trajo el mejor
premio de su carrera: la tercera medalla en la muestra nacional de Bellas Artes
de 1943. Fueron años de muchas exposiciones por Navarra, lo que le permitió
vivir de forma más holgada. Aunque continuó pintando sin descanso, persiguiendo
siempre los colores de esos paisajes que le rodeaban. Tal y como expresaba la pluma
y corazón de Uranga: “Basiano decía y pintaba lo que sentía, sin concesiones y
hasta con un infantilismo que no logró superar. No era un hombre cultivado,
sino intuitivo y en su sencillez tenía juicios y opiniones profundos y
afortunados. Fue inteligente y sensible, aunque casi siempre fuera de lo
convencional”.
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