Sólo por esta imagen de las Dos Hermanas, desde un punto de vista tan poco habitual, ya merece la pena contemplar la obra de Nicolás Ardanaz
Hay en el archivo de Ardanaz bastantes
fotografías en las que, ante una vista más o menos grandiosa, aparece, en
primer término, la figura del propio fotógrafo.
1792, en la clave. Admirable cómo se ven las texturas |
De pie y de espaldas, sentando mirando el
paisaje o haciendo algo, Nicolás Ardanaz no se resistió a entrar en la imagen,
casi siempre solo. Otras veces, menos, no aparece el fotógrafo, pero sí su
mochila y su bastón puestos en primer plano, como coronando algo y dejando un
recuerdo de sí mismo, efímero en el escenario, permanente en la imagen.
Al fondo, Churregui y Gaztelu |
El discurso de Ardanaz en estas ocasiones,
conscientemente o no, tiene que ver con la soledad. Una soledad de la que es
fácil empaparse ante un vasto escenario solitario y que él inútilmente quiere
combatir gritando a los demás: “éste es mi paisaje, yo SOY aquí”. Gesto inútil
porque, en definitiva, lo que consigue es lo contrario de lo que pretende.
Todos somos conscientes, a la vista de estas fotografías, de su radical soledad.
Con los trazos de su propio perfil se
dibuja a la vez una cierta dificultad de comunicación.
Nos damos cuenta, además, de que ni
siquiera lo que está mirando es lo que vemos. Este hombre era un solitario,
pensamos, y la fotografía así entendida, lejos de disimularlo, intensifica su
monólogo.
Impresionante contraluz, subido a lo que parece un pretil |
Estas imágenes han quedado incorporadas al álbum sobre Nicolás Ardanaz
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