'Achícame, por piedad', 'déjame volver a mi infancia'... es el sueño que todos tenemos. Y cuando vienen los Reyes, como niños, un año y otro ponemos, ilusionados, el zapato. Esta mañana, la sorpresa ha sido inmensa: ¡me han dejado un 'Iriberri'! ¡Y con un prólogo de César Oroz! Y una dedicatoria preciosa firmada por el propio José Miguel.
A pie de plaza
A pie de plaza
Lo dice bien claro (?) una placa en el suelo de la Plaza Consistorial de Pamplona: "En este lugar (antigua plaza de la fruta) vendía sus productos del campo D. Francisco Espoz y Mina (1781- 1836)".
Un poco más a su izquierda, mirando de frente la fachada del Ayuntamiento, se encuentra el adoquín donde dentro de muchísimos años pondrá: "Desde este lugar, observaba la ciudad y escribía la sección 'Plaza Consistorial' José Miguel Iriberri".
Allí situado, tenía detrás los chorizos de cartón que colgaban de Casa Casla, asumiendo el riesgo de su oficio porque a los chorizos nunca es bueno darles la espalda, que al mínimo descuido te la lían.
A su derecha, la Óptica Alforja, donde contaba con instrumental suficiente para ver la actualidad —la de lejos y la de cerca— con la precisión adecuada. Así evitaba la miopía y el astigmatismo, siempre tan molestos a la hora de aproximarse a un artículo de opinión.
A su izquierda estaba Casa Ciga, con sus tejidos al por mayor y al por menor. Un lugar siempre a mano por si había ocasión de tener que tirar de la manta (que en esto de la política municipal nunca se sabe).
Enfrente, el Ayuntamiento de Pamplona, el Consistorio, que da nombre a la plaza o a la sección periodística, que nunca me quedó claro qué vino antes.
Allí, en su fachada barroca, he visto a José Miguel pasar decenas de Sanfermines. Desde el reloj, colgado de una de sus manecillas, nos ha contado innumerables chupinazos. Siempre ha preferido marcar los tiempos de la noticia que quedarse al humo del cohete. Eso, y que el postureo del balcón nunca le ha ido mucho.
Al lado de los Hércules, que coronan el Ayuntamiento con sus enormes cachiporras, se sentía seguro. Seguro para contar los trompones, puñetazos, e incluso algún baile que otro, que se repartían durante la Marcha a Vísperas, aquel Riau-riau que en paz descanse.
Abajo, flanqueando las puertas del edificio, las estatuas de la Justicia y la Prudencia, con las que las ha tenido de todos los colores. Con la primera, cuando le afeaba su ausencia en ciertos momentos críticos de las fiestas. Como cuando te pasan, a precio de mensualidad de hipoteca, una cuenta por un vino blanco, una caña y dos fritos de gamba, consumidos al quite en la quinta fila de un garito habitual.
De la segunda, la Prudencia, prefiero no decir nada, que salir en San Fermín y trabajar al día siguiente es un arte que cada uno sabe cómo gestionar y administrar, siempre y cuando el trabajo se realice y, como en este caso, se realice bien.
Porque el que esté libre de culpa, que tire la primera caña, que luego viene la segunda: que si te encontraste con Menganito y a lo tonto a lo tonto, ¡coño!, las Dianas y a desayunar.
Porque el que esté libre de culpa, que tire la primera caña, que luego viene la segunda: que si te encontraste con Menganito y a lo tonto a lo tonto, ¡coño!, las Dianas y a desayunar.
En la Cuesta de Santo Domingo, sus carreras delante de los Cebada Gago todavía me hacen estremecer. El Diario enrollado en una mano (dejando ver siempre la mancheta, que para eso somos de la casa), en la otra el bloc de notas, los pitones a cada lado y el resuello del morlaco en el trasero. Todo por lograr la visión más autorizada de la carrera matutina: desde la opinión del toro que abría manada, hasta la del cabestro de cola, pasando por la previa del mayoral que, seamos sinceros, no solía salir del consabido dicho: "Los toros son como los melones, hasta que no los abres no sabes cómo van a salir".
Con la Comparsa, si José Miguel cogía un gigante, no lo bailaba, lo escrutaba por dentro. Otros prefieren darles vueltas para no llegar a ninguna parte, hacer con ellos danzas inverosímiles difícilmente creíbles o dormirles y dormimos a golpe de vals. Iriberri, por contra, siempre ha preferido meterse en el armazón del rey europeo para contarnos lo que siente por la giganta negra; informarnos a qué hora de la madrugada llegó Caravinagre a la estación de Autobuses o a qué pamploneses, con nombre y apellidos, suelen pegar los zaldikos con la verga y a cuáles prefieren sacudir con el palo.
José Miguel lo ha contado todo. Y lo ha contado de manera impecable. Con la coña que requieren los Sanfermines y con la trascendencia justa y necesaria que precisan las mejores fiestas del mundo. Como aquella vez que me lo encontré atrapado en una rosca de churros en la Mañueta, pegando hebra con Paulina, y me apalanqué con ellos a tomar el patxaka de rigor. Estaba haciendo 'periodismo verité'. Del pegado a la calle, del que, como grumillo sanferminero, se adhiere al extremo de la faja. Ahí me lo confesó. De todos los actos, festejos y momenticos que ha vivido en su dilatada experiencia sanferminera solo hay uno que realmente añora:
—¿Los conciertos de Pablo Sarasate en el Teatro Principal? —le pregunté.
—No —me contestó—. Las sobremesas delante de la televisión viendo la etapa de Miguel Induráin en el Tour de Francia.
Buffff... Iriberri e Induráin... Esto nos daría para otro libro. Porque, no sé si lo sabrán, pero para José Miguel ése era el otro santo patrón del mes de julio.
César Oroz
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