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Nuevos datos sobre 'Hojalata', el torero de la calle
Juan José Erburu Larrea “Ibero. El pueblo y su historia”
XVII. «HOJALATA». IN MEMORIAM
Hace unos días, en el transcurso de una
comida celebrada en la casa que un amigo tiene en el campo, se suscitó el tema
del olvido en que han caído aquellas personas que en Pamplona, años atrás, se
labraron una leyenda con su forma de ser y comportarse, de tal manera que su
nombre estaba en boca de todos.
En la discusión entablada entre los asistentes
hubo quien, en términos jocosos, apuntaba dirigir una súplica al Ayuntamiento
de la ciudad, solicitando se erigiese un monumento o se dedicase una calle de
único nombre que recogiese el de todos ellos. Aparte de varios que fueron
citados, el más nombrado y conocido resultó ser «Hojalata». Salieron a relucir
infinidad de chascarrillos referentes al personaje, todos le conocieron y
bastantes habían hablado con él, aunque pocos sabían de sus orígenes y su
anterior vida. Me interesó el tema y he rastreado un poco el devenir del
personaje en aquella Pamplona donde transcurrió la vida de «Hojalata».
Se llamaba Esteban Ibarrola Cullet. Dicho
así, a pocos le sonará el nombre y creo que, en la actualidad, no serán muchas
las personas que lo relacionen con un personaje que en la Pamplona de hace
cincuenta años fue conocidísimo por la mayoría de sus habitantes.
Porque en los años cincuenta y sesenta,
¿quién no conocía a «Hojalata»?
Este era el apodo que le aplicaron desde
que comenzó a trabajar de fontanero. En aquellos tiempos se aprendía el oficio
comenzando de ayudante o aprendiz de un veterano en la materia. La fontanería
en aquellos años era un trabajo de «artistas», había que hacerlo todo a mano:
preparar las tuberías, hacer roscas, torcer los tubos a base de candilejas,
prácticamente se estaba más tiempo en el banco haciendo los preparativos que
culminando el montaje. En la actualidad lo puede hacer cualquier novato, viene
todo preparado y basta con empalmar tubos y apretar las tuercas.
Entiendo que este habría sido el camino
seguido por Esteban y lo debió de recorrer con mucho aprovechamiento, si
hacemos caso a las referencias que de su habilidad con la candileja nos han
llegado, de ahí el alias Hojalata. Hablaremos más adelante sobre ello.
La mayor parte de los que le conocieron lo
recuerdan como el bufón del barrio de Calderería y San Agustín, del hazmerreír,
el desecho humano al que se le podía insultar, expulsar de los bares dejándolo
tirado en la acera o en el portal de su casa, incapaz de acceder al piso en que
vivía.
Pero anterior a este, hubo otro Esteban,
el muchacho que aprendió el oficio, que trabajó, que dejó muestras de su buen
hacer en sitios tales como el Hotel La Perla, cuyas conducciones de agua,
sanitarios, etc. él montó, un «Hojalata» hijo de una digna familia, con varios
hermanos trabajadores como él y que, por causas que se nos escapan, se dio a la
bebida para terminar alcoholizado y arrastrándose por las calles de la ciudad.
Esteban Ibarrola Cullet nació en el pueblo
de Ibero el año 1917, hijo de Benito, natural del mismo, y de Francisca Cullet,
natural de Azpíroz. Aparte de Esteban, el matrimonio tuvo otros seis hijos,
cuatro mujeres y dos hombres, nacidos todos en el citado Ibero. Al igual que
otros vecinos del lugar, vivían de unas pocas tierras arrendadas a algún
terrateniente, ocupación que les proporcionaba un mísero pasar, por lo que la
familia tomó la decisión de abandonar el pueblo, nada tenían propio, y
acercarse a la ciudad en busca de trabajo y morada. Esto debió de ocurrir hacia
el año 1930, ya que en esa fecha el padre, Benito, solicita al Ayuntamiento del
pueblo de Ibero un certificado de buena conducta. ¿Lo necesitaría para algún
trabajo?
Para entonces, Manuela su hija mayor,
llevaba tiempo sirviendo en casa de unos señores en el pueblo de Burlada y
parece ser que, por mediación de estos, o en la misma casa, encontró acomodo
toda la familia hasta que la citada se casó y pasaron todos a vivir en el piso
de la Calle de Tejería, piso que conservan los hijos de Manuela.
Dado que en aquellos tiempos se entraba de
pinche o ayudante a temprana edad, entiendo que serían los años cuando Esteban
comenzó su aprendizaje de fontanero. Esta situación de «meritorio» entrañaba un
lado positivo, los conocimientos que se adquirían, pero también lo negativo de
caer con un maestro poco escrupuloso de cara a encarrilar la enseñanza del
alumno.
Las más de las veces ocurría lo segundo:
el comportamiento del patrón venía a ser despótico, que, cual dueño de horca y
cuchillo, tiranizaba a los aprendices imponiéndoles los trabajos más
desagradables y penosos rehuidos por los oficiales, empleando la táctica de ser
débil con los fuertes pero fuerte con los débiles, ocurriéndoles a estos que,
aparte de no cobrar soldada mientras duraban los años de aprendizaje, eran
sometidos a toda clase de vejaciones, tanto de palabra como de obra.
No digo que todos ellos obraran de esta
manera, no, pero la mayor parte se regían por este o similar método de
enseñanza. Conforme se ganaba en años y experiencia, se asumían nuevas
responsabilidades, comenzaba el tiempo de poner en práctica lo aprendido, hasta
entonces la responsabilidad concernía al oficial al que habías acompañado, a
partir de entonces, debías ser tú el que lo hiciera. Esto en el caso de que
hubiera trabajo de por medio, en caso contrario, a la calle y a buscarte la
vida.
Por referencias que me han llegado,
Esteban se encontraba en el primer grupo de aprendices afortunados. Trabajaba
para un patrón que tenía el taller en la Calle de Calderería junto con dos
operarios más, era un buen trabajador que había asimilado los secretos del
oficio, de tal forma que, pese a su juventud, era enviado allá donde se
presentaban dificultades, y era tenido en gran estima por su valía.
A los diecinueve años fue movilizado como
gran parte de la juventud y llevado al frente. Tuvo fortuna y, tras los tres
años de contienda, volvió a casa, aunque nuevamente tuvo que reincorporarse y
hacer dos años más de «mili» a cuenta del «maquis».
Quienes le conocieron de toda la vida,
Ibarrola antes y «Hojalata» después, achacan a las penalidades sufridas durante
todos esos años la transformación ocurrida años más tarde en la persona de
Esteban.
Reanudado el ritmo de vida tras el
paréntesis de esos cinco años, ningún síntoma hacía prever que el
comportamiento fuera a ser diferente al que había tenido años atrás. Nada hacía
sospechar el cambio tan profundo que se estaba gestando, ningún detalle daba a
entender que algo especial había irrumpido en su cerebro, que comenzaba a
adueñarse y terminaría cambiando su personalidad.
¿Fueron las penalidades sufridas en la
contienda, los recuerdos dolorosos, las tribulaciones padecidas, los que
debilitaron su cabeza? ¿O fue el triste devenir de la posguerra, la vida mísera
de aquella etapa tan larga, la falta de futuro lo que motivó el cambio? ¿Fue el
alcohol el puerto donde recalaron sus ilusiones, donde enterró sus desencantos,
donde encontró el escape a sus pesares?
Con el transcurso de los años, la
personalidad comienza a tomar nuevos derroteros, no se interesa por los
trabajos que desarrolla, pierde la afición por el trabajo bien hecho, comienza
a abandonar la profesionalidad que le ha caracterizado sin importarle que el
acabado esté bien o mal, poniendo más empeño en los bares del entorno, que
comienza a visitar con asiduidad. Es la cuesta abajo que le conducirá a la
degradación.
Durante bastantes años, el patrón, sea
como recompensa de los años bien trabajados, por amistad o por caridad, lo
mantuvo en nómina, bien es verdad que, como lo bien aprendido nunca se pierde,
en los ratos que se encontraba sobrio, acudía al taller echando una mano en lo
que hiciera falta, pero eran los menos y si acaso por las mañanas.
Conforme fue deslizándose por la pendiente
del alcoholismo, comenzó a desvariar obsesionado con el toreo y, creyéndose una
figura, la mayor parte de las tardes armaba el taco en la calle de la Estafeta,
haciendo el paseíllo como si estuviera en la plaza y, empleando la boina como
muleta, daba toda clase de derechazos, naturales, chicuelinas, manoletinas y
todas las «finas» del repertorio, ante la atenta mirada de los paseantes que,
tras la sorpresa inicial, lo jaleaban con «olés» como si del mismo Manolete se
tratara. Y todas estas artes taurinas las desarrollaba no ante algún cornúpeta
escapado de los corrales, no, sino con los coches y motocicletas que circulaban
por las calles, poniendo en grave peligro tanto su integridad, dado su afán por
arrimarse a la «fiera», como la de los conductores por esquivarlo.
Sus «actuaciones» comenzaron a ser la
comidilla en las tertulias de bares y tabernas del barrio de Calderería, en el
momento que entraba en cualquiera de ellos, su presencia era motivo de algazara
y bullicio a cuenta de la controversia que se organizaba entre los que decían
admirar la clase que atesoraba, defendiéndolo y los detractores, negándola.
Hubo ocasiones en que fingieron llegar a las manos, cual seguidores de Belmonte
y el Gallo, desistiendo del enfrentamiento cuando intervenía a ruegos del
respetable poniendo las cosas en su sitio, sentencia que era acatada por ambos
bandos sin rechistar.
Somos los humanos crueles con nuestros
semejantes que adolecen de algún defecto, en vez de ayudarles nos regocijamos
aireándolo y en el mejor de los casos lo ignoramos, o lo alentamos sabiendo que
le estamos perjudicando, pero como nos divierte...
Esto era lo que ocurría con el «Hojalata»,
cada invitación era un paso adelante hacia el embrutecimiento de su cerebro,
cada vaso de vino era un atentado a su cabeza enferma, un empujón en la cuesta
abajo que terminaría en la idiotez.
Y esto era alentado por sus «amigos», sus
conocidos de toda la vida, con los que habían jugado en otros tiempos, habían
correteado por el barrio, los que habían trabajado con él. Ahora se había
transformado en el histrión y causaban gracia y risas sus «faenas» y, aunque veían
que aquel camino conducía a su destrucción, lo jaleaban, riéndole las
«gracias».
Para entonces, los años cincuenta, el
patrón lo había expulsado de su empresa viéndose obligado a buscar trabajo
diferente. En aquellos años de penuria, Navarra era un desierto en cuanto a
ofertas de trabajo. Existían en la ciudad «cuatro» pequeños talleres que
empleaban escasa mano de obra y los que se iban incorporando al mercado del
trabajo, se las tenían tiesas para encontrar colocación.
Si difícil lo tenía un operario normal,
¿qué podía esperar el «Hojalata», dada su leyenda? ¿Quién se iba a arriesgar a
contratarle y para qué? ¿Estaba en condiciones físicas de sobrellevar un
trabajo, dado el estado de ruina que mostraba?
Encontró uno y pronto, no sé si por
recomendación o porque el nuevo patrón vio en Esteban cualidades que el resto
no intuían o porque nadie lo quería. Se colocó de carbonero. No para vender
género, sino para repartirlo por las casas. El trabajo era durísimo, había que
cargar los sacos, transportarlos y subir los pisos que fuera necesario para
entregar la mercancía. Si pesado era de por sí, añádase el aguantar la
atmósfera del carbón.
¿Quién podía pensar que aquella figura
esquelética, vestido con un mono azul, que adornaba su cabeza con un saco de
cáñamo, calzado con alpargatas lloviese o nevara, podría transportar tales
cargas y no acabar aplastado por su peso? ¿Era la misma persona que tras la
agotadora jornada se exhibía en la Estafeta? ¿De dónde sacaba fuerzas aquel
cuerpo tan castigado?
¿Fue su rebeldía contra lo establecido lo
que le proporcionó la necesaria energía para aguantar la nueva situación,
transformándose en un nuevo doctor Jekill y Mister Hyde, esforzándose durante
el día en el duro trabajo, para, al atardecer, dar rienda suelta a sus
fantasías taurinas?
Durante bastantes años asombró a los que
le conocían aguantando un trabajo que otros no hubieran soportado. Al retirarse
por la noche zigzagueando por la calle en busca del portal, nadie podía pensar
que, al día siguiente, sería capaz de acudir al trabajo y aguantar la jornada
como uno más. De esta guisa aguantó bastantes años. Aunque su salud se fue
deteriorando, no por ello abandonó las prácticas taurinas en las calles del
barrio. Llegadas las siete de la tarde, lloviera, nevara, hiciera frío o calor
ejecutaba el paseíllo y tomando el capote —el saco de transportar carbón hacía
las veces— se plantaba ante el imaginario morlaco, ejecutando verónicas,
trincherazos y toda suerte de lances inherentes al arte del toreo (habría sido
en tiempos buen aficionado, ya que dominaba mejor o peor todas las artes, tanto
de capote como de muleta).
De inmediato, el personal le hacía corro
jaleándole y era de ver cómo se esforzaba en los pases de pecho, cómo doblaba
la cintura hurtándola al cuerno asesino, cómo giraba sobre la punta de los pies
ciñéndose al cornúpeta, la sonrisa al conseguir el pase imaginario, el
perfilarse a la hora suprema de entrar a matar y, una vez enterrado el acero
entre las agujas, con qué garbo paseaba ante la concurrencia.
Lo conocí en sus últimos años, cuando era
prácticamente una ruina, lo que he narrado lo presencié varias veces, no
muchas, y he de confesar que, si la primera vez me causó risa por la novedad,
las veces siguientes me causó conmiseración y pena.
Al final, sin trabajo ni medio de
subsistencia —las hermanas y sobrinos le aguantaron hasta el fin— pasaba el día
en los bares, unos le daban un vaso de vino por compasión, otros le sacaban a
la calle con cajas destempladas —donde antes entretenía, ahora molestaba—. Tuvo
que recurrir a la mendicidad para pagarse su vicio, bien es verdad que poco
necesitaba, pues con pasar ante la puerta de dos establecimientos era
suficiente para emborracharse, hasta tanto había llegado su adicción. Los
últimos años se convirtió en un desecho, con barba de semana sin rasurar, negro
cetrino, reminiscencias de su trabajo, por toda vestimenta usaba un mono azul y
una boina, prenda de la que nunca se desprendió, nunca usó zapatos, siempre
alpargatas, con buen o mal tiempo, lo que le ocasionaba terribles enfriamientos
y varias pulmonías que adelantaron el final.
Finalmente fue espaciando sus salidas a la
calle, ya no era el “Hojalata” torero, el diestro de la Estafeta, el émulo de
Cúchares, el maestro de la torería, las fuerzas le iban abandonando y pasaba
las horas sentado en un banco cara a la Plaza de Toros y, al tiempo de tomar el
sol, cantaba y recitaba, cual juglar del medievo, las gestas que le encumbraron
a la gloria.
Se fue humildemente, sin ruido, sin que
nadie se enterara, una neumonía se lo llevó a otra vida, donde espero haya
conseguido lo que con tanto ahínco intentó en esta, torear de verdad,
enfrentarse a un cinqueño de Victorino al que, tras faena redonda, le haya
cortado las dos orejas y el rabo.
¡VA POR TI, «HOJALATA»!
2 comentarios:
Precioso escrito sobre aquel famoso personaje pamplonés. Se nota el cariño por él en la delicadeza con la que está contada su penosa historia. Que tal vez fue para él gloriosa. Quién sabe.
Un saludo,
Vidal
Bonito homenaje. Allí donde esté, Esteban Ibarrola Cullet se sentirá orgulloso por nuestro recuerdo.
Josemi.
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