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TRIBUNA CULTURAL El último explorador
Con motivo de la muerte de Miguel de la
Quadra-Salcedo el pasado viernes, la autora rememora sus vivencias en la Ruta Quetzal
1993, la expedición que impulsó este periodista y aventurero.
Con 17 años, la ‘rutera’ viajó a
Centroamérica y al interior de sí misma
Moza de Ruta Quetzal Sonsoles Echavarren

“No pueden subir a la habitación.
Esperen aquí y ahora bajará la ropa que no le cabe en la mochila”. Las palabras
de la monitora fueron tajantes y mi pobre madre se quedó desencajada. “¿Y no le
puedo ayudar”, inquirió. “No. A partir de ahora, tendrá que hacer todo sola”. Así
que, con mis 17 años y el miedo en la boca del estómago, subí a la habitación
de un colegio mayor de la Universidad Complutense y saqué casi todo lo que llevaba.
Me quedé con dos camisetas, tres mudas, tres pares de calcetines, un cepillo de
pelo y otro de dientes, el chándal, las botas y las sandalias de Panama Jack que nos acaban de repartir a
los 300 expedicionarios. “Es lo tenéis que llevar de vuelta a casa”, dije
entregándole a mi madre una bolsa llena de ropa. Era el mediodía del 22 de
agosto de 1993, un caluroso domingo en Madrid, a donde había viajado con mis
padres desde Pamplona para empezar la mayor aventura de mi vida; la Ruta
Quetzal. Un viaje de 51 días en el que yo pensaba que iba a recorrer España, la
isla francesa de Guadalupe (en el Caribe), Puerto Rico, República Dominicana,
Honduras, Guatemala y México. Pero en el que terminé viajando mucho más lejos; al
interior de mí misma, a las injusticias del mundo y los desayunos con frijoles
en plena selva, al barro en la mochila y los grandes amigos para siempre. El
viernes pasado mientras paseaba con mi hermana por la Gran Vía madrileña se
cerró el círculo. Un whatsapp de mi padre me informaba de que Miguel de
la Quadra- Salcedo había muerto con 84 años. Y yo, a mis 40 y pletórica por
haberme escapado un par de días de la vorágine de mi casa y de mis tres hijos,
me quedé helada, empapada por una lluvia torrencial de recuerdos y volví a ser
una joven de 17 en el mismo Madrid en el que empezó todo.
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Expedicionarias cargadas con sus mochilas, en un campamento de la selva mexicana, durante la Ruta Quetzal Argentaria de 1993, la primera expedición que se celebró con este nombre (antes fue Aventura 92). DN |
“No me imaginaba que hubieras estado en
la Ruta Quetzal. No te hacía tan aventurera”, me confesó la madre de un amigo
de mi hijo a la puerta del colegio. “Ya ves... He tenido un pasado. No siempre
he estado entre pañales”, le contesté entre risas. Yo también fui una Moza
de Ruta Quetzal, como cantaban los titiriteros del grupo salmantino
Libélula, que con su música nos acompañaron durante toda la expedición. “Moza
de Ruta Quetzal, si quieres que yo te quiera / moza de Ruta Quetzal, tienes que
bailar conmigo, cantimplora en la cadera / esta noche en la pradera, moza de
Ruta Quetzal / Buscas aventura, la vas a encontrar / porque desde Chichi te
acecha el jaguar / busca el pajarito, que te salvará / ¡ay, mi pajarito, mi
alegre quetzal / ¡Qué buena idea que tuvo Argentaria! / ¡Qué buena idea que
tuvo Miguel!” Unos versos que a la mayoría de los lectores no les dirán nada
pero que los cerca de 10.000 ruteros de Europa e Iberoamérica no podrán leer sin
entonarlos en su cabeza con la musiquilla pegadiza que nos acompañaba a diario
al son de la dulzaina y el bombo.
(Sobre esta canción, echa una ojeada al primer comentario, el de Oscar Andrés Casado)
Sí, yo también fui una Moza de Ruta
Quetzal, de la primera edición que se celebró con ese nombre (antes se llamaban
Aventura 92). De las que surcaron el Atlántico durante una semana a bordo de la
universidad flotante del J. J Sister (un antiguo buque de la compañía
Transmediterranea que hizo su última travesía con nosotros a bordo y que
terminó sus días en Santo Domingo, con una grave avería que nos obligó a continuar
el viaje en avión), de las que recorrió Centroamérica en una gua-gua desvencijada
y asfixiante, de las que acampó en unas tiendas azules y moradas junto a los
templos mayas de Tikal en Guatemala, una noche de luna llena; o remontó en una
barcaza del ejército mexicano el río Usumacinta, frontera natural entre Guatemala
y México. ¡Qué tiempo tan feliz! A pesar de la lluvia torrencial que nos obligó
a evacuar un campamento en Cobán (Honduras) en medio de la noche y refugiarnos
en un albergue de la Cruz Roja, de las picaduras de los mosquitos, del eterno arroz
con frijoles para desayunar, comer y cenar que nos repartían soldados del
ejército cada vez que instalábamos nuestras carpas o del olor a sudor y suciedad
de mis dos camisetas con el logotipo de la Ruta Quetzal que llevábamos un día
sí y otro también (y que no merecía la pena lavar en el río porque el aroma a humedad
aún era peor).
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Miguel de la Quadra-Salcedo con cuatro expedicionarios navarros (de izda. a dcha., Miguel Muñoz, Miguel López, Jon Ariztimuño y Cecilia Ocón), durante la Ruta Quetzal de 1997, en Puebla (México). DN |
Sí, yo también fui una Moza de Ruta
Quetzal. De las que se bañaron en cascadas paradisiacas después de una caminata
de horas por la selva sin apenas agua en la cantimplora, recorrieron el colorido
mercadillo indígena de Chichicastenango, salieron oliendo a incienso de la
iglesia de Santo Tomás en ese mismo pueblo de Guatemala, asistieron a una misa
en bañador en el río Usumacinta oficiada por el jesuita Jesús Aguirre o se
creyeron protagonistas de un anuncio en una playa junto a las ruinas de Tulum
en el azul turquesa del Caribe mexicano. De las que visitaron cabezas olmecas,
jardines botánicos, plantaciones de cacao... Pero sobre todo, de las que aprendieron
a querer a los demás. Miguel, conseguiste tu objetivo. Al margen de las clases
magistrales de historia, literatura o biografías de los conquistadores que nos
impartían catedráticos universitarios, los expedicionarios aprendimos el valor
de la amistad... y del amor. Y desde entonces, los países de Iberoamérica y
Europa llevan el nombre y apellidos de mis amigos ruteros. Pablo de Urugay,
Christian de Perú, Emilia de Brasil, Ana Zulay de Costa Rica, Karen de El
Salvador, Lucas de Albacete, Rodrigo de Portugal... y mis queridas Paula de La
Coruña, Corín de Valencia, Aldara y Marta de Madrid, Ana de Burgos, Mar de
Barcelona o Gema de Murcia, entre otros.
Miguel, sé que el otro día en tu funeral
en Madrid cantaron Moza de Ruta Quetzal, la versión de una sanjuanera (’Moza
que a la compra vas’) que se inventaron en Guatemala los titiriteros de Libélula
en “varias noches embriagadoras”. Y yo, desde aquí, me uno a ese homenaje y te
doy las gracias por ser mucho más que un periodista, un deportista o un
aventurero. Fuiste un pionero en las relaciones entre Europa y Latinoamérica y
en algo que está hoy tan de moda, en la empatía entre personas. Con mis 17 años
aprendí que los cubanos no tenían libertad, quién era Alberto Fujimori o que
hay dominicanos con mucho dinero, como mi compañera de camarote, que viven en mansiones, junto a la pobreza del Mercado Modelo de Santo Domingo. Pero, sobre todo,
empecé a valerme por mí misma desde que una monitora le dijo a mi madre que me
dejara sola y que no necesitaba tantas cosas para emprender el viaje de mi vida
y a mi vida. El martes 12 de octubre, un mes y medio después de aquel día,
nuestro avión aterrizó en Barajas y, entre mochilas y ponchos malolientes, los
ruteros nos abrazamos, lloramos y nos hicimos las últimas fotos para terminar
el carrete. Y de allí me fui cabizbaja y volví a mi vida anterior, aunque con
una nueva identidad para el resto de mis días y que hoy, más que nunca, conservo
orgullosa; la de Moza de Ruta Quetzal.
Periodista y ‘rutera’, Sonsoles es redactora en
Diario de Navarra y expedicionaria en la Ruta Quetzal 93
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