El pasado sábado centenares de
personas se manifestaron en
Pamplona en apoyo a los agresores
de Alsasua. No fueron recibidos
con estiércol. Ningún toque
de campanas extemporáneo
ahogó su voz. Ningún asesino múltiple les plantó cara. No fueron
insultados. Tampoco apedreados.
No encontraron pancartas
amenazantes en las que
se leyera “os ahogaréis en la sangre
de nuestros abortos”. Dijeron
cuanto quisieron, donde quisieron
y hasta que quisieron. Y lo
hicieron en libertad. Sin ser importunados.
Sin protección policial.
Sin helicópteros revoloteando.
Fue una lección de respeto y
tolerancia, que es lo que cabe esperar
cuando se vive en democracia.

Exculpo del despropósito a la
mayoría silenciosa de Altsasu.
Una localidad -sin alcalde visible- en la que impone su ley una izquierda
abertzale que no tiene la
menor intención de liberarse de
las cadenas que la atan a su pasado
más siniestro.
La convivencia
nunca se recuperará de la mano
de Bildu, incapaz de condenar todavía
hoy atrocidades tales como
la matanza de Hipercor -considerada
por la propia ETA como
su mayor error- o el asesinato de
Miguel Ángel Blanco, con el que
la maldad humana alcanzó el paroxismo.
Son radicales cuya inmadurez
democrática y podredumbre
moral no han impedido
ser premiados por Barkos con el
cogobierno de Navarra, pues la
ikurriña que comparten lo disculpa
todo.
No albergo ningún rencor hacia los agresores, porque también ellos son víctimas. Pero no del Estado, de la Guardia Civil o de los jueces, como pretenden, sino de un nacionalismo fanático que sembró la semilla del odio en unos corazones que nacieron puros. Me pregunto cuántos de quienes ahora sufren por los encarcelados han contribuido a arruinar su vida inoculándoles el veneno que explica lo acontecido la fatídica madrugada del 15 de octubre de 2016 en el bar Koxka.

No albergo ningún rencor hacia los agresores, porque también ellos son víctimas. Pero no del Estado, de la Guardia Civil o de los jueces, como pretenden, sino de un nacionalismo fanático que sembró la semilla del odio en unos corazones que nacieron puros. Me pregunto cuántos de quienes ahora sufren por los encarcelados han contribuido a arruinar su vida inoculándoles el veneno que explica lo acontecido la fatídica madrugada del 15 de octubre de 2016 en el bar Koxka.
Nos piden que dejemos en paz
a Alsasua. Ignoro si ello incluye a
Rufián y a Tardà, pero estoy totalmente
de acuerdo. Son sus vecinos
quienes han de elegir la sociedad
en la que quieren ver crecer
a sus hijos, así como los
valores que desean inculcarles.
Pero han de ser consecuentes
con su elección. No se puede seguir
celebrando el ‘ospa eguna’ y
pretender que no se repitan incidentes
de los que lamentarse
después. O votar a quienes alimentan
la confrontación obviando
sus funestas consecuencias.
En las próximas elecciones comprobaremos
hasta qué punto Alsasua
es capaz de abrir los ojos
para liberarse de sus males.
Escribo esta carta con tristeza,
mientras escucho a Itoiz,
Erramun Martikorena y Benito
Lertxundi, con cualquiera de cuyas
melodías desearía que, en su
día, allá donde esté, me cierren
los ojos. Porque amo profundamente
esa Navarra atlántica tan
necesitada de concordia. Porque
amo de igual modo el País Vasco
donde viví. Mucho más que
aquellos que durante décadas
secuestraron, extorsionaron y
asesinaron en su nombre. Infinitamente
más.
MANUEL SAROBE OYARZUN
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