Los Ulayar en Etxarri, limpiando su casa de pintadas |
José Ferri |
El pasado 21 de agosto Manoli Resa y sus tres hijos, Ana Belén, José María y Miguel Ángel, hicieron un largo viaje desde Úbeda (Jaén) hasta Estella. Se cumplían 25 años del atentado con coche bomba que había acabado con la vida de su marido y padre, el guardia civil José Ferri, y de su compañero Antonio Fernández, y el Ayuntamiento estellés había organizado un homenaje. En ese cuarto de siglo, Manoli y sus hijos sólo habían regresado una vez, poco después del asesinato, para recoger sus cosas, despedirse de los compañeros del colegio y prometerse que no volverían. Hasta el 21 de agosto. La noche antes, Ana Belén apenas había logrado conciliar el sueño. Luego, en el coche, cuando iban acercándose al pueblo, Manoli le comentó a su hija: “¿Te imaginas que ahora llegamos a Estella y tu padre nos dice: “¡Que os he estado buscando todo este tiempo! ¿Dónde estabais?”. Ana Belén le confesó que ella estaba pensando lo mismo.
Antonio Fernández |
Para muchos, los atentados de ETA que ocurrieron hace 25 años representan el pasado, un capítulo que, quizá interesadamente, hay que dar por cerrado. Para otros, sin embargo, es difícil separar el momento en el que la banda terrorista entró en sus vidas, en cada uno de los días del resto de su existencia. En 1988, hace 25 años, ETA mantenía una estructura activa en Navarra que se fijó como objetivo prioritario la Guardia Civil. Tres semanas antes del doble asesinato de Estella, un agricultor de Cintruénigo, Carlos Buñuel, pisó una bomba trampa que los terroristas habían enterrado cerca del cuartel de la Benemérita. La explosión le seccionó la pierna derecha, le quemó buena parte de la izquierda, le amputó tres dedos y le dañó los oídos. Ahora, Carlos roza los setenta años y ni él ni su mujer, María Dolores Garbayo, pueden evitar emocionarse al rememorar aquel día, y los años de profunda depresión que le siguieron, las horas en silencio frente a la televisión y las fiestas del pueblo en las que nunca más pudieron volver a bailar, como tanto les gustaba.
En la víspera de Nochebuena de ese año, un atentado similar al de Cinturénigo ocurrió en Alsasua. ETA había preparado todo un arsenal de lanzagranadas y bombas trampa para atacar la casa cuartel. Después de que el primer proyectil impactase contra la fachada, el cabo José Aguilar se lanzó a repeler el ataque. Podría haber pensado que era peligroso subir monte arriba, en una madrugada neblinosa, en busca de un enemigo al que no podía identificar. Podría haber pensado que no le compensaba arriesgar su vida cuando apenas quedaban dos semanas para su boda en Castellón. Sin embargo, no lo hizo y, cuando se acercaba al lugar donde estaban los lanzagranadas, pisó una bomba trampa que le seccionó una pierna. Tenía 26 años.
El 16 de octubre de 1988 un potente coche bomba de ETA estalló al paso de una tanqueta de la Guardia Civil a la altura del número 3 de la Cuesta de la Reina, en Pamplona. La explosión se llevó por delante la vida de Julio Gangoso, el conductor del vehículo. Natural de Benavente (Zamora), tenía 31 años, estaba casado con Ana María Fidalgo y era padre de dos hijos de siete y dos años. A los compañeros del fallecido, apostados en la puerta del Servicio de Urgencias del Hospital de Navarra, se les quedaron grabadas las palabras de una desconsolada viuda, que no dejaba de preguntarle a su marido ya muerto cómo iba a explicarles a sus hijos dónde estaba su padre.
Durante años, ETA sembró de terror las calles de nuestra comunidad y del resto de España. Quizá no toda la sociedad reaccionó con la premura y la firmeza que exigían los acontecimientos. Años después, muchos de quienes se han interesado en descubrir algunas historias de las víctimas de ETA, en hacerse cargo de las altas dosis de soledad y sufrimiento que han padecido, se han preguntado a sí mismos qué estaban haciendo mientras todo eso ocurría a su alrededor. Ahora, la batalla es otra. Porque ETA ya no mata, es cierto, pero quienes aún la integran y quienes aún jalean sus fines y no reniegan de sus métodos están dispuestos a blanquear su historia de terror. Para desgracia de este país, se ha acuñado una cantinela que no deja de repetirse a sabiendas de que es falsa: "Hemos acabado con ETA", pero sabemos que los objetivos de la banda se van cumpliendo ante nuestros ojos miopes y que cada día se van instalando en la sociedad, en las instituciones, con nuestros impuestos, con nuestro silencio cómplice. Ya no pasa nada. Impregnan la calle, los pueblos, las fiestas, las tradiciones…, y no pasa nada. "Hemos acabado con ETA", dicen las personas que hoy ocupan los grandes partidos y las instituciones dejando de transmitir una postura limpia y contundente respecto de las libertades democráticas. ¡Y qué decir de la sentencia de Estrasburgo sobre la “doctrina Parot”!
Ese intento por “banalizar el mal”, como decía recientemente Maite Pagazaurtundua poco después de estampar —otra vez— sus manos blancas en la casa de la familia Ulayar, en Etxarri-Aranatz, puede ser contrarrestado de muchas maneras. Una de ellas es manteniendo viva la memoria de los hechos, de los crímenes y de las ignominias que como sociedad nos ha tocado soportar en las últimas décadas. Puede que los actos de homenaje y recuerdo, pequeños o grandes, lleguen con demasiado retraso. Puede, incluso, que para las familias de los asesinados por ETA en Navarra a lo largo de 1988 ya sea tarde. Pero para quienes en algún momento nos cuestionamos nuestro propio papel mientras los crímenes se repetían, es algo necesario. No sólo por ser una deuda pendiente con las familias, sino porque no podemos permitirnos volvernos a preguntar, dentro de unos años, por qué no recordamos a nuestras víctimas mientras quienes acallaban los crímenes volvían a matarlas a base de imponer el olvido.
En memoria de Julio Gangoso, de José Ferri y de Antonio Fernández, el jueves, 24 de octubre, se celebró una misa a las 20.00 en la parroquia de San Miguel de Pamplona (C/ Bergamín, 17). Pasó a la lista de humildes homenajes que contribuirán a mantener algo tan fundamental como la memoria.
Pilar Aramburo, María Caballero,
Rafael Doria, Chon Latienda,
Rodrigo Lería, Patxi Mendiburu,
David Sáinz, Salvador Ulayar y
Cecilia Ulzurrun en nombre del
colectivo Libertad Ya
4 comentarios:
El coche bomba del 16 de octubre de 1988 no era de eta. Bueno, la bomba sí. El coche era de mi amigo Roberto, a quien secuestraron en las peñas de Echauri y lo maniataron a un arbol hasta la ultimación de la operación asesina.
Sabes, Ramón, si (ahora que algunos hablan de blanquear el pasado)le han pedido disculpas a tu amigo Roberto por el mal trago que tuvo que pasar?
En ese año 88 vivía en Pamplona. Estuve en el funeral de ese guardia civil y nunca entendí porque la gente no salía a la calle y corría a gorrazos a esos..... Me decían que no era de allí, que no lo entendía y lo que no entendía era ver como unos amenazaban, mataban, salían a la calle, y otros se quedaban en casa. Ni lo entendía, ni 25 años y algún amigo que no esta después, no lo entiendo. Puede haber una razón: erán muertos de segunda: guardia civiles, policías nacionales, militares. No erán de los suyos.
Totalmente de acuerdo.
Te copio lo que escribí hace un par de años en este blog:
·me llama la atención la exquisita sensibilidad de algunos para con los verdugos y los que han legitimado, y legitiman, esta carnicería y el nulo interés por la suerte que han corrido sus víctimas. Yo por mi parte, además de la defensa de los Derechos humanos de todas las personas, siento especial predilección por las víctimas: miembros del Ejército, Guardia Civil, Policía Nacional... que son los que más han sufrido el zarpazo del terrorismo y, a la vez y sobre todo, la incomprensión de muchos. (Sería cerca de 1980. Salía de un funeral por unos guardias civiles en Beraun (Rentería). Allí, en la misma puerta, estaban ellos: "Zuek, fascistak, zarete terroristak". Como diría mi hermanico Nacho: "¡De locos!")."
Un abrazo
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