En este día tan especial, quizás saques un rato para leer este artículo de Muñoz Molina, para no olvidar que fueron ellos, los
aislados, los muy escasos, los amenazados por ETA, los que
mantuvieron la dignidad civil.
No quiero que se me olvide nunca.
Recuérdalo tú, por Antonio Muñoz Molina
Ibamos en un taxi, de
noche, para cenar con alguien, o ya de vuelta a casa, eso no lo
recuerdo. Sí me acuerdo de que el taxi subía por la calle de San
Bernardo, y de que el conductor llevaba puesta la radio, aunque
nosotros no hacíamos caso. Entonces empezó un boletín de noticias
y ya sí escuchamos. Unos pistoleros de la banda ETA acababan de
asesinar a Ernest Lluch. La dulzura y la rutina de lo cotidiano se
quebró de golpe, una vez más, por el mismo motivo, que se repetía
tanto entonces. Mi mujer, a mi lado, rompió a llorar. Lloraba sin
poder contenerse en el interior oscuro del taxi, en la noche de
Madrid, mientras en la radio sonaban las frases habituales, la
“enérgica condena” de los partidos políticos, de unos más que
de otros, todo mezclándose con la voz urgente de un periodista que
hablaba desde el lugar de los hechos, y con la rabia, con la
impotencia inmensa, con la fatiga sin esperanza, que ya ni inspiraba
palabras de ira, tan solo ese llanto roto, entrecortado, sin
consuelo.
Acababan de asesinar a
Ernest Lluch y al cabo de unos días o de unas semanas alguien más
sería asesinado, quizás alguien a quien también conociéramos,
alguno de los amigos del País Vasco que vivían amenazados y
rodeados de escoltas, personas como nosotros, aunque dotadas de un
temple, de una cabezonería, de las que tal vez nosotros no seríamos
capaces. Nosotros los acompañábamos a veces en actos públicos, en
Euskadi o en Madrid, comíamos con ellos en salas reservadas y
vigiladas de restaurantes. Los escoltas aguardaban en alguna mesa
cercana, o esperaban en la puerta.
Si el restaurante al que íbamos
estaba en San Sebastián o en Bilbao, había gente que se quedaba
mirando en silencio desde las otras mesas, cuando atravesábamos en
dirección al reservado. Personas de aire perfectamente respetable
hacían una mueca disimulada o abierta de rechazo, de desagrado, de
asco. O simplemente miraban sin expresión, o hacían como que no
miraban.
23.01.95 Asesinato de G. Ordóñez: Odón Elorza, Juan Mari Jáuregui (gabardina blanca, asesinado), FOTO Juanjo Aygües, Diario Vasco |
En el comedor, los
perseguidos y acosados disfrutaban de una admirable camaradería
jubilosa, caldeada por los antiguos saberes vascos del disfrute de la
vida, la comida insuperable, el vino, las voces enérgicas, de
hombres y mujeres, con el timbre, la entonación de esa tierra. Todos
tenían amigos o familiares o compañeros asesinados. Algunos habían
visto morir a alguien a su lado, en una mesa de restaurante, en la
barra de un bar. Una parte de la monstruosidad del crimen era su
presencia en lo cotidiano, en lugares en los que todo el mundo se
conoce.
Me acordaré siempre de la humanidad cordial, la lucidez
política, el coraje civil, el amor por la literatura y la
conversación de Mario Onaindia. Lo había condenado a muerte un
tribunal franquista cuando era joven y en su madurez lo habían
vuelto a condenar los ejecutores que se presentaban en público con
una liturgia de tribunal de una Inquisición sanguinaria, la capucha
negra coronada grotescamente por la boina racial.
Bandrés y Onaindía con el Presidente Suárez |
Vuelven imágenes de
entonces, escenas. Habíamos presentado en Madrid un libro de José
María Calleja, y con el calor de la conversación se nos olvidaba la
sombra que pesaba sobre todos nosotros, en todo momento: una comida
literaria como tantas otras. Pero la gente fue marchándose, y cuando
nosotros también nos íbamos vi que Calleja se quedaba solo, de pie,
junto a la mesa de la que aún no se habían retirado las tazas de
los cafés, las últimas copas. Nosotros nos íbamos, pero él se
quedaba solo esperando a los escoltas.
Esa era la vida para unos
cuantos, entonces. No para la mayoría. El peligro era mayor porque
eran pocos y por tanto muy visibles, muy señalados, en una atmósfera
social de coacción y silencio, cuando no de un odio visceral que
helaba más la sangre porque ni siquiera respetaba a los muertos,
como si para seguir vengándose de ellos tuvieran que profanar sus
tumbas. No hace tanto tiempo: por ahí andarán todavía algunos de
los que entraban al cementerio a manchar de pintadas inmundas la
lápida de Gregorio Ordóñez, al que habían asesinado a tiros
mientras comía en una taberna de la Parte Vieja de San
Sebastián. Almas de hielo intoxicadas de ideología, con frecuencia
religiosa, excusaban la grosería física y moral del crimen,
envolviéndola en palabras untuosas, en circunloquios clericales o
marxistas.
Setién pasa de los hijos de Aldaya |
Buesa y escolta |
Concentración de Gesto por la Paz y Kontra de Gestoras
Pro Amnistía durante el secuestro de José María Aldaya
en 1995. DIARIO DE NAVARRA
Merece la pena que pinchéis en este enlace y luego aplicad la lupa. Hay muchas caras conocidas. Esta imagen es impresionante. Han debido de lanzar algún objeto y muchas caras miran hacia arriba y a la derecha de la imagen. Vemos a Joaquín Pascalen la 2ª fila, detrás de la 'E' de 'JOSE MARI' |
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