lunes, 28 de agosto de 2017

«HOJALATA». IN MEMORIAM (J.J. Erburu Larrea)

Esta entrada es un complemento de 

Nuevos datos sobre 'Hojalata', el torero de la calle


Juan José Erburu Larrea “Ibero. El pueblo y su historia”
XVII. «HOJALATA». IN MEMORIAM
Hace unos días, en el transcurso de una comida celebrada en la casa que un amigo tiene en el campo, se suscitó el tema del olvido en que han caído aquellas personas que en Pamplona, años atrás, se labraron una leyenda con su forma de ser y comportarse, de tal manera que su nombre estaba en boca de todos.
En la discusión entablada entre los asistentes hubo quien, en términos jocosos, apuntaba dirigir una súplica al Ayuntamiento de la ciudad, solicitando se erigiese un monumento o se dedicase una calle de único nombre que recogiese el de todos ellos. Aparte de varios que fueron citados, el más nombrado y conocido resultó ser «Hojalata». Salieron a relucir infinidad de chascarrillos referentes al personaje, todos le conocieron y bastantes habían hablado con él, aunque pocos sabían de sus orígenes y su anterior vida. Me interesó el tema y he rastreado un poco el devenir del personaje en aquella Pamplona donde transcurrió la vida de «Hojalata».
Se llamaba Esteban Ibarrola Cullet. Dicho así, a pocos le sonará el nombre y creo que, en la actualidad, no serán muchas las personas que lo relacionen con un personaje que en la Pamplona de hace cincuenta años fue conocidísimo por la mayoría de sus habitantes.
Porque en los años cincuenta y sesenta, ¿quién no conocía a «Hojalata»?
Este era el apodo que le aplicaron desde que comenzó a trabajar de fontanero. En aquellos tiempos se aprendía el oficio comenzando de ayudante o aprendiz de un veterano en la materia. La fontanería en aquellos años era un trabajo de «artistas», había que hacerlo todo a mano: preparar las tuberías, hacer roscas, torcer los tubos a base de candilejas, prácticamente se estaba más tiempo en el banco haciendo los preparativos que culminando el montaje. En la actualidad lo puede hacer cualquier novato, viene todo preparado y basta con empalmar tubos y apretar las tuercas.
Entiendo que este habría sido el camino seguido por Esteban y lo debió de recorrer con mucho aprovechamiento, si hacemos caso a las referencias que de su habilidad con la candileja nos han llegado, de ahí el alias Hojalata. Hablaremos más adelante sobre ello.
La mayor parte de los que le conocieron lo recuerdan como el bufón del barrio de Calderería y San Agustín, del hazmerreír, el desecho humano al que se le podía insultar, expulsar de los bares dejándolo tirado en la acera o en el portal de su casa, incapaz de acceder al piso en que vivía.
Pero anterior a este, hubo otro Esteban, el muchacho que aprendió el oficio, que trabajó, que dejó muestras de su buen hacer en sitios tales como el Hotel La Perla, cuyas conducciones de agua, sanitarios, etc. él montó, un «Hojalata» hijo de una digna familia, con varios hermanos trabajadores como él y que, por causas que se nos escapan, se dio a la bebida para terminar alcoholizado y arrastrándose por las calles de la ciudad.
Esteban Ibarrola Cullet nació en el pueblo de Ibero el año 1917, hijo de Benito, natural del mismo, y de Francisca Cullet, natural de Azpíroz. Aparte de Esteban, el matrimonio tuvo otros seis hijos, cuatro mujeres y dos hombres, nacidos todos en el citado Ibero. Al igual que otros vecinos del lugar, vivían de unas pocas tierras arrendadas a algún terrateniente, ocupación que les proporcionaba un mísero pasar, por lo que la familia tomó la decisión de abandonar el pueblo, nada tenían propio, y acercarse a la ciudad en busca de trabajo y morada. Esto debió de ocurrir hacia el año 1930, ya que en esa fecha el padre, Benito, solicita al Ayuntamiento del pueblo de Ibero un certificado de buena conducta. ¿Lo necesitaría para algún trabajo?
Para entonces, Manuela su hija mayor, llevaba tiempo sirviendo en casa de unos señores en el pueblo de Burlada y parece ser que, por mediación de estos, o en la misma casa, encontró acomodo toda la familia hasta que la citada se casó y pasaron todos a vivir en el piso de la Calle de Tejería, piso que conservan los hijos de Manuela.
Dado que en aquellos tiempos se entraba de pinche o ayudante a temprana edad, entiendo que serían los años cuando Esteban comenzó su aprendizaje de fontanero. Esta situación de «meritorio» entrañaba un lado positivo, los conocimientos que se adquirían, pero también lo negativo de caer con un maestro poco escrupuloso de cara a encarrilar la enseñanza del alumno.
Las más de las veces ocurría lo segundo: el comportamiento del patrón venía a ser despótico, que, cual dueño de horca y cuchillo, tiranizaba a los aprendices imponiéndoles los trabajos más desagradables y penosos rehuidos por los oficiales, empleando la táctica de ser débil con los fuertes pero fuerte con los débiles, ocurriéndoles a estos que, aparte de no cobrar soldada mientras duraban los años de aprendizaje, eran sometidos a toda clase de vejaciones, tanto de palabra como de obra.
No digo que todos ellos obraran de esta manera, no, pero la mayor parte se regían por este o similar método de enseñanza. Conforme se ganaba en años y experiencia, se asumían nuevas responsabilidades, comenzaba el tiempo de poner en práctica lo aprendido, hasta entonces la responsabilidad concernía al oficial al que habías acompañado, a partir de entonces, debías ser tú el que lo hiciera. Esto en el caso de que hubiera trabajo de por medio, en caso contrario, a la calle y a buscarte la vida.
Por referencias que me han llegado, Esteban se encontraba en el primer grupo de aprendices afortunados. Trabajaba para un patrón que tenía el taller en la Calle de Calderería junto con dos operarios más, era un buen trabajador que había asimilado los secretos del oficio, de tal forma que, pese a su juventud, era enviado allá donde se presentaban dificultades, y era tenido en gran estima por su valía.
A los diecinueve años fue movilizado como gran parte de la juventud y llevado al frente. Tuvo fortuna y, tras los tres años de contienda, volvió a casa, aunque nuevamente tuvo que reincorporarse y hacer dos años más de «mili» a cuenta del «maquis».
Quienes le conocieron de toda la vida, Ibarrola antes y «Hojalata» después, achacan a las penalidades sufridas durante todos esos años la transformación ocurrida años más tarde en la persona de Esteban.
Reanudado el ritmo de vida tras el paréntesis de esos cinco años, ningún síntoma hacía prever que el comportamiento fuera a ser diferente al que había tenido años atrás. Nada hacía sospechar el cambio tan profundo que se estaba gestando, ningún detalle daba a entender que algo especial había irrumpido en su cerebro, que comenzaba a adueñarse y terminaría cambiando su personalidad.
¿Fueron las penalidades sufridas en la contienda, los recuerdos dolorosos, las tribulaciones padecidas, los que debilitaron su cabeza? ¿O fue el triste devenir de la posguerra, la vida mísera de aquella etapa tan larga, la falta de futuro lo que motivó el cambio? ¿Fue el alcohol el puerto donde recalaron sus ilusiones, donde enterró sus desencantos, donde encontró el escape a sus pesares?
Con el transcurso de los años, la personalidad comienza a tomar nuevos derroteros, no se interesa por los trabajos que desarrolla, pierde la afición por el trabajo bien hecho, comienza a abandonar la profesionalidad que le ha caracterizado sin importarle que el acabado esté bien o mal, poniendo más empeño en los bares del entorno, que comienza a visitar con asiduidad. Es la cuesta abajo que le conducirá a la degradación.
Durante bastantes años, el patrón, sea como recompensa de los años bien trabajados, por amistad o por caridad, lo mantuvo en nómina, bien es verdad que, como lo bien aprendido nunca se pierde, en los ratos que se encontraba sobrio, acudía al taller echando una mano en lo que hiciera falta, pero eran los menos y si acaso por las mañanas.
Conforme fue deslizándose por la pendiente del alcoholismo, comenzó a desvariar obsesionado con el toreo y, creyéndose una figura, la mayor parte de las tardes armaba el taco en la calle de la Estafeta, haciendo el paseíllo como si estuviera en la plaza y, empleando la boina como muleta, daba toda clase de derechazos, naturales, chicuelinas, manoletinas y todas las «finas» del repertorio, ante la atenta mirada de los paseantes que, tras la sorpresa inicial, lo jaleaban con «olés» como si del mismo Manolete se tratara. Y todas estas artes taurinas las desarrollaba no ante algún cornúpeta escapado de los corrales, no, sino con los coches y motocicletas que circulaban por las calles, poniendo en grave peligro tanto su integridad, dado su afán por arrimarse a la «fiera», como la de los conductores por esquivarlo.
Sus «actuaciones» comenzaron a ser la comidilla en las tertulias de bares y tabernas del barrio de Calderería, en el momento que entraba en cualquiera de ellos, su presencia era motivo de algazara y bullicio a cuenta de la controversia que se organizaba entre los que decían admirar la clase que atesoraba, defendiéndolo y los detractores, negándola. Hubo ocasiones en que fingieron llegar a las manos, cual seguidores de Belmonte y el Gallo, desistiendo del enfrentamiento cuando intervenía a ruegos del respetable poniendo las cosas en su sitio, sentencia que era acatada por ambos bandos sin rechistar.
Somos los humanos crueles con nuestros semejantes que adolecen de algún defecto, en vez de ayudarles nos regocijamos aireándolo y en el mejor de los casos lo ignoramos, o lo alentamos sabiendo que le estamos perjudicando, pero como nos divierte...
Esto era lo que ocurría con el «Hojalata», cada invitación era un paso adelante hacia el embrutecimiento de su cerebro, cada vaso de vino era un atentado a su cabeza enferma, un empujón en la cuesta abajo que terminaría en la idiotez.
Y esto era alentado por sus «amigos», sus conocidos de toda la vida, con los que habían jugado en otros tiempos, habían correteado por el barrio, los que habían trabajado con él. Ahora se había transformado en el histrión y causaban gracia y risas sus «faenas» y, aunque veían que aquel camino conducía a su destrucción, lo jaleaban, riéndole las «gracias».
Para entonces, los años cincuenta, el patrón lo había expulsado de su empresa viéndose obligado a buscar trabajo diferente. En aquellos años de penuria, Navarra era un desierto en cuanto a ofertas de trabajo. Existían en la ciudad «cuatro» pequeños talleres que empleaban escasa mano de obra y los que se iban incorporando al mercado del trabajo, se las tenían tiesas para encontrar colocación.
Si difícil lo tenía un operario normal, ¿qué podía esperar el «Hojalata», dada su leyenda? ¿Quién se iba a arriesgar a contratarle y para qué? ¿Estaba en condiciones físicas de sobrellevar un trabajo, dado el estado de ruina que mostraba?
Encontró uno y pronto, no sé si por recomendación o porque el nuevo patrón vio en Esteban cualidades que el resto no intuían o porque nadie lo quería. Se colocó de carbonero. No para vender género, sino para repartirlo por las casas. El trabajo era durísimo, había que cargar los sacos, transportarlos y subir los pisos que fuera necesario para entregar la mercancía. Si pesado era de por sí, añádase el aguantar la atmósfera del carbón.
¿Quién podía pensar que aquella figura esquelética, vestido con un mono azul, que adornaba su cabeza con un saco de cáñamo, calzado con alpargatas lloviese o nevara, podría transportar tales cargas y no acabar aplastado por su peso? ¿Era la misma persona que tras la agotadora jornada se exhibía en la Estafeta? ¿De dónde sacaba fuerzas aquel cuerpo tan castigado?
¿Fue su rebeldía contra lo establecido lo que le proporcionó la necesaria energía para aguantar la nueva situación, transformándose en un nuevo doctor Jekill y Mister Hyde, esforzándose durante el día en el duro trabajo, para, al atardecer, dar rienda suelta a sus fantasías taurinas?
Durante bastantes años asombró a los que le conocían aguantando un trabajo que otros no hubieran soportado. Al retirarse por la noche zigzagueando por la calle en busca del portal, nadie podía pensar que, al día siguiente, sería capaz de acudir al trabajo y aguantar la jornada como uno más. De esta guisa aguantó bastantes años. Aunque su salud se fue deteriorando, no por ello abandonó las prácticas taurinas en las calles del barrio. Llegadas las siete de la tarde, lloviera, nevara, hiciera frío o calor ejecutaba el paseíllo y tomando el capote —el saco de transportar carbón hacía las veces— se plantaba ante el imaginario morlaco, ejecutando verónicas, trincherazos y toda suerte de lances inherentes al arte del toreo (habría sido en tiempos buen aficionado, ya que dominaba mejor o peor todas las artes, tanto de capote como de muleta).
De inmediato, el personal le hacía corro jaleándole y era de ver cómo se esforzaba en los pases de pecho, cómo doblaba la cintura hurtándola al cuerno asesino, cómo giraba sobre la punta de los pies ciñéndose al cornúpeta, la sonrisa al conseguir el pase imaginario, el perfilarse a la hora suprema de entrar a matar y, una vez enterrado el acero entre las agujas, con qué garbo paseaba ante la concurrencia.
Lo conocí en sus últimos años, cuando era prácticamente una ruina, lo que he narrado lo presencié varias veces, no muchas, y he de confesar que, si la primera vez me causó risa por la novedad, las veces siguientes me causó conmiseración y pena.
Al final, sin trabajo ni medio de subsistencia —las hermanas y sobrinos le aguantaron hasta el fin— pasaba el día en los bares, unos le daban un vaso de vino por compasión, otros le sacaban a la calle con cajas destempladas —donde antes entretenía, ahora molestaba—. Tuvo que recurrir a la mendicidad para pagarse su vicio, bien es verdad que poco necesitaba, pues con pasar ante la puerta de dos establecimientos era suficiente para emborracharse, hasta tanto había llegado su adicción. Los últimos años se convirtió en un desecho, con barba de semana sin rasurar, negro cetrino, reminiscencias de su trabajo, por toda vestimenta usaba un mono azul y una boina, prenda de la que nunca se desprendió, nunca usó zapatos, siempre alpargatas, con buen o mal tiempo, lo que le ocasionaba terribles enfriamientos y varias pulmonías que adelantaron el final.
Finalmente fue espaciando sus salidas a la calle, ya no era el “Hojalata” torero, el diestro de la Estafeta, el émulo de Cúchares, el maestro de la torería, las fuerzas le iban abandonando y pasaba las horas sentado en un banco cara a la Plaza de Toros y, al tiempo de tomar el sol, cantaba y recitaba, cual juglar del medievo, las gestas que le encumbraron a la gloria.
Se fue humildemente, sin ruido, sin que nadie se enterara, una neumonía se lo llevó a otra vida, donde espero haya conseguido lo que con tanto ahínco intentó en esta, torear de verdad, enfrentarse a un cinqueño de Victorino al que, tras faena redonda, le haya cortado las dos orejas y el rabo.

¡VA POR TI, «HOJALATA»! 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso escrito sobre aquel famoso personaje pamplonés. Se nota el cariño por él en la delicadeza con la que está contada su penosa historia. Que tal vez fue para él gloriosa. Quién sabe.
Un saludo,
Vidal

Josemi dijo...

Bonito homenaje. Allí donde esté, Esteban Ibarrola Cullet se sentirá orgulloso por nuestro recuerdo.
Josemi.