lunes, 26 de mayo de 2025

A Ramón Stolz, por José M.ª Iribarren (1958)

Conocí las pinturas de Stolz con 10 años, en 1960. Cuando ahora he buscado imágenes, las que he encontrado no admiten comparación con las de entonces, hasta el punto de que he tenido que recurrir a unas postales de Vaquero, de 1959, para recordar la viveza que tenían. Me da la impresión de que, si conseguimos salvarlas, están necesitadas de una urgente restauración para devolverles el colorido inicial.
Ramón Stolz (1903-1958), autor de las pinturas murales de la bóveda, murió joven, con 55 años, pero dejó muy buenos amigos en Pamplona, entre ellos José M.ª Iribarren que le dedicó a su muerte este delicioso escrito, publicado en Pregón.
Dice el filósofo que sólo se quiere lo que se conoce. Si sabes de algún talibán a favor de la demolición del Monumento, pinturas incluidas, envíale este artículo para sacarlo de su ignorancia y desamor.

A LA MEMORIA DE RAMÓN STOLZ
Parte del coro. Yo, 2ª fila, dcha.
¡Qué amargo es escribir de los buenos amigos que se nos van! Ramón Stolz ha muerto. Y es ahora, al haberle perdido para siempre, cuando su personalidad de artista y de buen hombre revive con tristeza en el recuerdo de los que tuvimos la dicha de tratarle.

Uno no se resigna a no verle de nuevo. Y trata de ahincar en la memoria su figura, levemente recaída, de hombre agotado por el trabajo, su cara rubia, sonrosada y afable, sus ojos claros de un azul germánico, su sonrisa cariñosa y humilde. Y su voz, su manera de hablar. Las recuerdo como si hubiera estado anoche paseando con él. Pero, ¡qué difícil se me hace definirlas! Era una voz confidencial y tenue. Y era una voz sonriente. Porque su manera habitual de hablar era sonriéndose. Hablaba con una cansada dejadez, con una como vaga y perezosa nostalgia. Su voz parecía venir de lejos, del mundo del ensueño, y hacía ondulaciones, en tonos que subían y bajaban. Decía las cosas más profundas y certeras sin variar de inflexión, sin recalcar axiomas, con un aire de no dar importancia a lo que había dicho. Solamente al final de una anécdota se quedaba mirándote a los ojos, con sus ojos azules muy abiertos y las cejas alzadas, comprobando el efecto, y riéndose con aquella su risa —¿os acordáis?— que era una risa a golpes, parecida a una tos...

Stolz, retratado por Anselmo Miguel Nieto
El que le conoció nunca podrá olvidarle. Porque si era muy grande como artista, lo era tanto como hombre y como amigo. Sus valores como pintor se hermanaban en él con sus fuertes valores humanos. Porque habrá habido pocos artistas que fueran tan fundamentalmente buenos, tan cordiales y —¡esto es lo raro!— tan sencillos y humildes como él.

No a mi, que era su amigo. Preguntádselo a todos los que lo conocieron y os dirán:

—¡Qué majo eral ¡Qué simpático! Qué sencillo! ¡Y qué buena persona!

Foto Pocos artistas habrá habido tan fundamentalmente buenos, cordiales y sencillos como él

¡Pobre Ramón! Se nos ha ido del mundo dos días antes de venir a Pamplona, adonde, una vez más, Eusa le había llamado, esta vez para planear una composición mural en el Colegio de los Hermanos Maristas. ¡Y estoy cierto de que él aguardaría con ilusión su viaje a nuestra capital!

De pie, en el medio, cúpula de San Miguel
Stolz quería a Pamplona, porque sabía cómo en Pamplona se le quería. Se sentía ligado a ella, a las obras que aquí nos dejó y a los buenos amigos que en dos de sus campañas, cuando estaba pintando en el año 50 la cúpula del Monumento a los Caídos y cuando, tres años más tarde, pintó la cúpula y pechinas de la parroquia de San Miguel, le hicimos tantas veces compañía en lo alto del andamiaje.
—¡Ramón! ¿Estás ahí? —le gritábamos desde las últimas escaleras.
—¡Oheeé! —nos contestaba.
Y allí nos lo encontrábamos, con su buzo de albañil pintorreado y roto, sentado en el tablón, rodeado de pucheros y botes, de orzas y cazuelas de barro, con la brocha o el pincel en la diestra.
—Por aqui estamos; dándole; ¡qué vas a hacer!

Y en sus ojos azules y en su rostro se advertía el  cansancio de una dura jornada.

Suspendía el trabajo para echar un cigarro con nosotros en la gran plataforma (el «quitamiedos», como la llamaba él) por entre cuyas grietas daba miedo mirar al suelo de la iglesia. Charlábamos de su obra. Luego tomaba una bombilla para mostrarnos lo que llevaba hecho. Y en cuanto sus espaldas habían descansado, volvía a la tarea. Al subir al andamio nos decía:

—Como Romper. «Me voy pa arriba».

Subíamos a verle trabajar. Le gustaba sentirse acompañado en el trabajo. Le animaba nuestra presencia. Porque el pobre Ramón se arreaba palizas extenuantes y hacía jornadas de presidiario. El yeso fresco exige terminar en el día la tarea marcada para el día, y muchas noches abandonó el andamio a las nueve y las diez, agotado, doblado, rendido.

Me confesó que al terminar la cúpula de los Caídos se había quedado «hecho polvo» y había enflaquecido cuatro kilos. Terminarla en el plazo de tres meses fue una marca muy difícil de superar.

Más de una noche le dejé trabajando a la luz de los focos. Acompañado por los mosquitos.

—Miralos —me decía— vienen a chupar la cal húmeda. Es lo que más les gusta.

Y tenía para ellos una mirada buena, franciscana. Tenía para todo una mirada amable. Y gozaba mirando y admirando la belleza en las cosas de Dios.

Tres romerías: Aralar, Montejurra y Ujué
Nos decía que desde las terrazas del Monumento había contemplado los más bellos atardeceres, cuando el sol otoñal, entre nubes nacaradas y rojas, se ocultaba en la giba del Perdón, encendiendo la cumbre cortezosa y panera de la peña de Echauri.

A fuerza de verle trabajar y de oírle, aprendimos un poco la técnica del «fresco». Veíamos a los obreros extender «la tarea» del yeso, con la «talocha», sobre la superficie cuadriculada. Le veíamos luego a Ramón aplicar sobre cada cuadrícula grandes papeles agujereados, para calcar, con una brocha de betunero empapada en polvillo de carbón, las líneas del dibujo. De cuando en cuando, un operario, con una especie de sulfatadora, lanzaba un haz de agua pulverizada sobre la superficie donde él se disponía a pintar.
Trabajaba metódicamente, con una habilidad y una maestría enormes, deslizando la brocha al desaire y con tal suavidad que parecía acariciar el yeso. A veces se recreaba, de manera morosa y amorosa, en un detalle de la composicién: en un rostro, en una mano, en los colores vivos de un manto o una túnica. Al final se volvía hacia nosotros, como diciéndonos (y no nos lo decía):
—¿Qué os parece?

Los amigos asistimos a su obra en la cúpula de los Caídos —su obra maestra— desde que pintó la palomita en el cupulín de la linterna —a una altura de vértigo— hasta que un día helado de noviembre —del mes de los difuntos en que había de morir—puso su firma: RAMON STOLZ VICIANO.

Me acuerdo con qué cariño y qué devota unción pintó la efigie de San Francisco Javier evangelizando al Oriente, y con qué delicado primor colocó en primer plano, a los pies del Apóstol y extendiendo sus brazos hacia él, la figura sedente y de espaldas de una gueisha del lejano Japón.

Una noche, paseando por la Plaza del Castillo y explicándome el proceso de su obra, me contó que le había servido de modelo para la figura de San Francisco un ingeniero de Madrid, amigo suyo. La japonesa era una de las modelos de su estudio y de la Escuela de Bellas Artes. A veces reunió en su taller hasta seis modelos, posando en grupo, todos ellos vestidos con trajes que alquilaba en esas casas que proveen de vestuario a los teatros. Alquiló los objetos más raros de las guardarropías, y tuvo que marchar a los museos y a las bibliotecas para documentarse en armas, vestidos y uniformes de todas las épocas, desde el siglo XIII hasta los días de nuestra guerra. Me di cuenta del terrible trabajo que se había llevado; de que cada figura de las que llenan aquella inmensa composición suponía horas y horas de estudio, de ensayos, de bocetos y apuntes; primero a lápiz y al carbón, después a la acuarela, y finalmente al óleo.

Foto Stolz quería a Pamplona. Se sentía ligado a ella, a las obras que aquí nos dejó y a los buenos amigos que tantas veces le hicimos compañía en lo alto del andamiaje.

Se documentaba concienzudamente. Era en esto de una honradez y de una precisión de dibujo admirables, inusitadas hoy. Esa noche que digo, mejor dicho, esa madrugada en la que paseamos dando vueltas y vueltas a la Plaza del Castillo, me confió que para dibujar el caballo de Sancho el Fuerte en la batalla de las Navas (ese enorme caballo encabritado que se dispone a dar el salto sobre el cerco de esclavos y cadenas en torno a la «tienda de Miramamolín), como no le servía de nada el pequeño caballo —de madera y articulado— que tenía en su taller y que había sido del pintor Madrazo, acudió dos o tres noches al Circo Price, en compañía de su esposa, para estudiar desde primera fila un número de caballos amaestrados y tomar apuntes de sus posturas cuando el domador les obligaba a alzarse sobre las patas traseras.

—Y eso —me confesaba— que a mi no me gusta ir a primera fila de pista. Mi mujer se asustaba. Luego... ya sabes. Los payasos se meten con uno. Te dan bromas, te crees que te tiran unas naranjas y están atadas a un velador; en fin, que no es buen sitio. Pero ¡amigo! tenías que aguantar y esperar, con el lápiz y el bloc en el bolsillo, a que salieran los caballitos.

Cuando estaba pintando la túnica de seda de la japonesa, me chocó que antes de dar color preparase la superficie con una mano de pintura blanca.

—¿Por qué das ese blanco? —le pregunté.

Me explicó que aquel fondo era esencial para que los cadmios diesen su pleno colorido. Y me dijo una frase de experiencia profesional:

—Hay que hacerles la cama a los cadmios.

Y los cadmios —que según afirmó le costaban carísimos —los aplicaba con una brocha fina, untando en el platillo de la tapa de un bote de barniz.

A Eusa le regaló una acuarela de la japonesa. Y a mí, un dibujo a lápiz, estupendo, de un guerrillero de Espoz y Mina, armado de trabuco y avizorando al enemigo en lo alto de unas rocas.

A veces nos dejaba pintar. Nos daba una brochaza de blanqueador y nos encomendaba la tarea de rellenar un trozo de peñasco en la base de la composición. Yo y mis amigos hemos pintado —si a esto puede llamarse pintar— varios metros cuadrados de orografía.

1952 Los Caídos
Conocía los secretos de la pintura al fresco como nadie en España y como casi nadie en el mundo. De Goya, en su faceta de fresquista, sabía todo lo que puede saberse, y su admirado y buen amigo Enrique Lafuente Ferrari aprovechó muchos de los conocimientos de Stolz para su magistral estudio sobre la cúpula de Goya en San Antonio de la Florida.

Ramón tuvo ocasión de estudiar a Goya, muy a fondo y de cerca, cuando en los años 39 y 40 hubo de restaurar las cúpulas goyescas del templo del Pilar zaragozano. Era un devoto admirador de «don Francisco» y sabía mil cosas y secretos de aquel genial y bárbaro baturro.

Me contaba, pasmado, cómo Goya, con tres brochazos y cuatro restregones geniales, que de cerca parecían unos manchones grises y chapuceros, resolvía el problema de una cabeza que, vista desde abajo, a veinticinco metros, resultaba admirable.

Me decía que a veces don Francisco, para obtener una luz sobre una frente o una mejilla, agarraba un puñado de yeso y lo aplastaba contra la superficie recién pintada. Y en alguna ocasión, para aclarar una sombra que no le había satisfecho, llegó, en su calentura y en su prisa, a clavar sus uñas en la cal para extraer así el blanco del fondo. Y se notaba perfectamente la huella de sus uñas, la impronta de su garra furiosa, enfebrecida.

Goya: frescos del Pilar
Me refirió una anécdota de Goya con su cuñado el pintor Bayeu. A Bayeu le gustaba detallar sus figuras, y un día, en las alturas de la cúpula, viendo pintar a Goya, puso reparos a su técnica rápida a base de manchones y claroscuros. Goya, harto de oirle, cogió a Bayeu y le condujo al borde del andamio. Le hizo mirar abajo, a la puerta de la Basilica.

—¿Ves ese viejo que entra? —le preguntó—. ¿Tú le ves con detalle los ojos y los párpados? ¿Y la oreja y la boca?

—No, —confesó Bayeu.

—Pues a la misma distancia que vemos a ese viejo, verá la gente, desde abajo, esta cúpula. No podrán distinguir ningún detalle. Sólo luces y sombras.

Era una gran lección sobre el arte que cien años después llamarían «impresionismo».

Juan de Contreras, Marqués de Lozoya
Hablándome de su época de trabajo en la basilica del Pilar, me dijo que una vez quiso subir a verle el Marqués de Lozoya, entonces Director de Bellas Artes, y a la mitad de un tramo de escalera fué víctima del vértigo y tuvieron que sujetarlo para que no se desvaneciese, y le ayudaron a subir dos obreros.

Me confesó que él, a fuerza de costumbre, no sentía el vértigo, pero que el trabajar en el andamio y, sobre todo, el enfrascarse en la labor y olvidar a qué alturas estaba uno, exponía al pintor a caídas fatales. Como le había ocurrido poco antes al pobre Elías Salaverría.

—Yo algún día me mataré. Es la muerte que nos espera a los que andamos por ahí arriba, haciendo equilibrios. Somos como los trapecistas del circo, que un día acaban dándose el morrón.

Y me contó que en Zaragoza estuvo a punto de matarse. Se encontraba pintando en un sitio tan peligroso, que, para que la vista no se le fuese hacia el abismo, hizo que le pusieran «un quitamiedos», consistente en un débil bastidor forrado de lona. Una mañana. Ramón estaba trabajando tan ahincada y febrilmente, que al dejar el pincel, agotado y abstraído, creyó que el débil biombo era un muro y apoyó en él su codo. El biombo cedió al peso de su cuerpo y cayó. Ramón estuvo a un tris de seguirle en su caída. Por el horror con que me lo contaba, debió de ser aquel un momento espantoso, en que se vió morir.

Boceto corpóreo bóveda San Miguel
Cuando pintó la cúpula de la parroquia de San Miguel, repetimos nuestras miedosas, y alguna vez expuestas, ascensiones. Y le ayudamos a pintar peñascos.

Por entonces hizo un viaje a Logroño, sólo para admirar la bóveda al fresco que había pintado Arteta el vizcaíno en el Hospital de la capital riojana. A la vuelta me dijo:

—Si vas a Logroño, no dejes de verla. Es magnífica.

Conoció a Arteta en París. Y me contaba lo bohemio que era. Y lo insatisfecho de su propio arte. Los amigos tenían que robarle bocetos y dibujos, porque de lo contrario, él los rompía o los echaba al fuego. Y eran dibujos maravillosos.. Stolz tenia varios de ellos en su taller.

En mayo de 1955 tuve que ir a Zaragoza, y una noche me lo encontré en un cine. Yo ignoraba que estuviera de nuevo trabajando en las alturas del templo del Pilar. Al día siguiente nos citamos en la basílica y vi el fresco que estaba pintando en la cúpula elíptica, sobre la Vía Sacra.

Me hizo observar que, a causa de las velas que arden constantemente en la capilla de la Virgen, el templo del Pilar era el que más hollín acumulaba en las alturas de todas las iglesias de España. Me hizo pasar la mano por la cabeza de uno de los enormes angelotes que decoran las cornisas.

José M.ª Iribarren
Me preguntó por todos los amigos de Pamplona: Por Víctor, por Ignacio y José Mari, por Faustino y Perico, por Vicente y por Pepe, por Florencio y por Pachi...

—Tengo ganas de volver por Pamplona —me dijo.

Y ha sido ahora, dos días antes de su viaje a Navarra, en la Valencia donde vino al mundo, donde la muerte ha atenazado su corazón.

Tenía que morir del corazón precisamente. Porque era un hombre todo corazón. Porque tenía un corazón de artista y de hombre bueno. Un corazón sensible y sensitivo, delicado y enorme.

Este artículo, procedente del Archivo de Pregón, se editó en PREGÓN 57-58, en otoño—invierno del año 1958.

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