viernes, 15 de noviembre de 2019

V. Juaristi: Los caminos de Navarra (1)

Sª Mª del Villar Desde la antigua carretera, Idocin y la Higa de Monreal. Principios del XX
En estas semanas de homenaje a Victoriano Juaristi, os propongo la lectura de una novelita de 23 páginas que Victoriano escribió en 1935: Los caminos de Navarra. Hoy toca el primer capítulo. He respetado casi totalmente (salvo errores de edición) la grafía del autor.
Veréis qué gozada.

Capítulo I
San Ignacio, Olimpia, Roisin 1927
Sobre el bastión donde perniquebraron al que luego fue San Ignacio de Loyola, se ha levantado una capilla cuya fachada se continúa con las altas verjas de hierro del jardín de los Archivos de Navarra, tan recatado y risueño que engaña al forastero que por allí entra en Pamplona.
Algunas más flores hallará en la Taconera, y fuera de éstas no verá otras en todo el Reino, como no sean los geráneos de las casas de los indianos del Baztán y los alelíes de los huertos de los conventos y los lirios del artificio y las hojas de papel dorado de los altares.
1855-56  plantación 9-10.09.1933 rayo
En un ángulo, en contraste con las rosas delicadamente sostenidas, las cinerarias de seda episcopal y los tulipanes de cáliz policromado, traídos de Holanda, que advierten al pamplonés que el largo invierno ha terminado, se levanta la verdinegra pirámide de pino dela Diputación, al que un rayo de la República envió un saludo abrasador que se llevó el guión; otro le ha nacido que ya va para arriba. En el fondo, como una construcción teatral está el pabellón donde se guardan cuidadosamente hojas secas de la fronda histórica de Navarra.
Son pocos los indígenas que suben las escaleras de piedra del Archivo para interrogar al Pasado; les interesa mucho más (¡y así es natural!) el Presente que se fragua en los siete despachos de los siete hombres que desde el Palacio Foral disponen de los destinos de la provincia. Entre estos pocos, los más son gente de Iglesia o convento, dados a la rebusca de pergaminos que les revelen la genealogía de un apellido, los incidentes de un pleito entre comunidades y municipios; el nombre de un artífice que talló un retablo, y después de años y años de paciente trabajo, escriben un libro que no lee nadie, a pesar de su mérito.
ZULOAGA Huarte y Jauregui
Con las figuras de sotana se mezcla la de algún extranjero miembro de una Academia de Ciencias Históricas. Poniendo una nota viva y alegre entre los canos y calvos, brillan las ondas doradas de la cabecita de una univesitaria de Tolosa de Francia o de Montpellier que prepara su tesis doctoral.
Algunas veces, el silencioso recogimiento de la sala de trabajo se ve interrumpido por el ruido, difícilmente amortiguado, con advertencias, de un tropel de colegiales en visita de monumentos. Todos caen con su curiosidad, sus dudas, sobre el archivero, que no es un viejo con gorro bordado y frente ceñuda, sino un joven atildado y sonriente al que sólo se le conoce su pasión por los viejos papeles en que éstos le han comido el color y los ojos. Para todos tiene Joshe María Huarte una indicación precisa, una respuesta que lo aclara todo: la palabra indescifrable, el vacío de cien años, el folio perdido y hallado en la carpeta número 1.475 de la estantería 36 de la segunda galería de la sala primera.
Este día de abril en que, ponemos el de comienzo esta verídica historia, varios amigos esperaban al archivero en su despacho, mientras aquél acompañaba a un grupo de visitantes, enseñándoles cuadros, libros miniados, cartularios y chirimbolos diversos.
Una pintura grande, envío de un pensionado, representaba dos leñadores del Roncal partiendo a golpes de hacha las gruesas ramas desnudas de un árbol secular en el que estaban subidos. Otra, menor, era una escena de layadores, encorvados hacia los grandes terrones removidos por las agudas layas, como lanzas hincadas en el suelo y tumbadas luego para volcar el pesado bloque. En un paisaje de nieve había puesto Basiano la silueta gigante, desoladora, de la sierra de Andía, como una montaña del Asia; el pobre caserío se recogía a sus pies como un rebaño aterido. En otras telas, el sol doraba los trigos ondulosos o sacaba destellos de plata de los olivares de Tafalla.
Murió en Sancián, frente a China
—Esta es nuestra tierra —explicaba Huarte—. Dura, pero generosa para el que le dedica su vida. El hombre de la tierra, éste que tiene su color, éste que la rompe y la compone y le da alimento y se lo quita; éste que siega los helechos de la montaña y los trigos de la ribera, que hace y deshace los bosques, que apacienta los rebaños y persigue los lobos, éste es el navarro. Los otros, o tienen una patria tan pequeña que no es más que su casa o la tienen tan grande que es el universo o el reino de Dios.
—Aquí está Javier —explicaba luego ante un retrato del apóstol de las Indias—, el más universal de nuestros hombres. Santa violencia, divina impaciencia, corazón de fuego que llevó, como una antorcha, lejos de Navarra; era nuestro, pero no fue para nosotros.
Clautro Sepulcro de Espoz y Mina
—Otro violento, otro impaciente, sin santidad, fue este soldado que levanta su espadón al galope de su caballo. Esta furia, enemiga de toda paz, de toda tregua, fue el conde de Espoz y Mina. Salió entre las cuatro paredes de una pobre casucha de aldea, en Idocín.
No fue un héroe, aunque sí muy valiente; no fue un conquistador, fue... la pelea, el menudo guerrear, el guerrillero; astuto para la emboscada osado para el golpe de mano, inquietó y violento. Desde el caballo, desde la camilla, desde el lecho del que no se levantara sino para morir, levanta el sable contra Raille y contra Zumalacárregui; lo mismo amenaza con degollar al emperador de los franceses, que escribe: «Aquí fue Castellfulix». En uno de los despachos, se erguía, fanfarrón, un caballero velazqueño, más exactamente una figura de Rizi, el famoso y novelesco.
—Es don Tiburcio de Redín —explicaba Huarte—, «Capuchino español». Era temible galán y reñidor por mar y por tierra en los que hizo mil proezas que le valieron altos grados. Por su soberbia tuvo que huir al Panamá, de donde volvió con más laureles.
Y después de un vulgar lance nocturno de capa y espada, se metió fraile, sin que nadie, ni el mismo Papa a quien respondió con un relámpago de orgullo, consiguiese que aceptara ninguna dignidad eclesiástica.
—«No despertéis la domeñada y dormida ambición y violencia de mi alma —decía— pues no estaría segura ni la tiara sobre la cabeza de Su Santidad».
Mayor 31, Palacio de los Redín y Cruzat
Aún era su madre de mayor tesón. En ocasión de que la presentaron como madre del ilustre capitán de mar y tierra, dijo que éste era el que tenía la honra de haber nacido de doña Isabel de Cruzat.
Despedidos los visitantes, volvió el sonriente y fino archivero a su despacho donde sus amigos le recibieron con broma cordial. Uno de ellos era bibliófilo. Azcona el «Caballerito de Tafalla» joven aún, pero con la cabeza y el recortado bigote canosos, muy a la moda en el porte y muy ameno en el decir. Tenía y tiene en su casa magnífica de la ciudad del Cidacos, una biblioteca espléndida sobre historia del país, especialmente las relacionadas con el período de las guerras civiles, pero sin que faltaran raros incunables, curiosos manuscritos, colecciones de estampas y toda clase de pergaminos y papeles que rebasaban las estanterías y tenían que refugiarse en los desvanes.
Archivo con el despacho de Huarte
En sus frecuentes viajes por las grandes capitales no dejaba  sin visitar en ellas sus «Desideratas» impresas que no se le escapase ni el más pequeño papelucho citado en las Historias del país vasco y de Navarra. No eran sólo la erudición y la curiosidad las que le llevaban a gastar mucho dinero y tiempo en libros, sino un amor de coleccionista al libro mismo, a la impresión esmerada, a la fina encuadernación. En su casa tenía un taller en el que pasaba algunas horas apilando en la hilera las hojas de un volumen, poniéndole tapas, dorando cantones y grabando con hierros títulos y viñetas sobre cueros y vitelas. Retenía en su magnífica memoria mucho de lo que lo leía en sus librotes y con su original manera de ver la historia y sus recursos, hubiera hecho una obra útil si su falta de perseverancia no diera al traste con sus propósitos. En esta ocasión, venía al despacho de Huarte para consultarle unos datos sobre la heráldica del país.
Monjardín: “Mons Garcianis” de Sancho Garcés
El otro visitante era un joven moreno enjuto y musculoso, de mirada viva e inquieta, pero que parecía algo intimidado o fuera de su campo en aquel despacho lleno de libros y carpetas. Carlos de Esteríbar y Azcona se conocían, porque en casa del primero había un bohardillón con arcones repletos de librotes viejos entre los que el Caballerito Tafallés había entrado a saco más de una vez.
Curiosa, la casa y la vida de los Esteríbar. En primer lugar, aquella no estaba en el pueblo de este nombre sino cerca de Estella, en el señorío de Garcés, en un cerro, acompañada de media docena de casuchas de braceros de la tierra y de una ermita, que tenía devoción por librar de los demonios a los poseídos por el malo. Atendía a esta ermita un cura flaco que había leído mucho sobre brujerías y sortilegios y creía en ellos. Las principales fuentes de su demoniología habían sido aquellos librotes del desván de los Garcés que había leído y comentado con otro cura, don Ramón Barrena, muy instruido pero algo extravagante, que pasaba en la Casa-Torre largas temporadas que dedicaba al descanso, a la pesca y a las investigaciones históricas. Este don Ramón había sido preceptor de los hijos del Pretendiente, Don Carlos, del cual conservaba muchos autógrafos y regalos. Luego, fue capellán en la alta sociedad española de París; después, se borró del mundo dejando al morir algunos legados para becas de seminaristas navarros. Había conocido al coronel don Fernando de Esteríbar, abuelo de Carlitos, en el Estado Mayor del Pretendiente y venía con gusto a pasar a su lado largas horas en que evocaban mil episodios de «la causa».
La Casa-Torre, núcleo de un señorío, pertenecía a la familia de la abuela de Carlos, y aún seguía llamándose de Garcés.
Lindachiquía 1934 Julio Cía;1935 Zubieta y Retegui
De los Garcés de aquella generación, quedaba una tía de Carlos, soltera, ya vieja, tía Mariana, que vivía sola en la calle Lindachiquía, de Pamplona. Carlitos y su hermana Isabel o «Isaba», paraban en su casa cuando venían a la capital, cosa que no podía hacer la muchacha con frecuencia y por largo tiempo, por la salud y los años de su padre, inmovilizado en un butacón de una sala adornada con trofeos de caza y de guerra.
El objeto de la visita de Carlos era descifrar unos escritos misteriosos, sobre los cuales había pasado largas horas el cura Barrena y que habían llamado la atención de Huarte y de Azcona, en una de sus incursiones a las arcas de la Casa-Torre. El archivero no sólo había logrado dar con la clave de aquella escritura, después de mucho rebuscar, sino que entre los libros de la Cámara de Comptos encontró uno que, con la apariencia de un breviario, era una interesante colección epistolar en la que se mezclaban negocios políticos con escabrosidades amatorias.
—Cuando se abolió la Orden de los Templarios en el siglo XIV por la presión de Felipe el Hermoso, de Francia, sobre Clemente V, entonces Papa en Avignon, brotaron sociedades secretas, como agrupaciones masónicas que siguieron teniendo fuerza y riqueza, que celebraban sus ritos y que respetaban las jerarquías fanáticamente. En Navarra, cuyo monarca Luis el Hutín o el testarudo, era hijo de aquel rey francés que se quedó con los dineros de la Orden, hubo una sobre todas, que desde las sombras imperaba sobre la política y los negocios, no sólo del Reino, sino de Estados lejanos. Nunca se tuvo la certidumbre de su existencia, aunque sí vivas sospechas y hasta se llegó a señalar y a pedir cuentas, en justicia, a determinada personalidad. Aunque el Tormento anduvo en el asunto, como en la causa de los Templarios, jamás salió una confesión de boca de acusado. En ocasiones, el prestigio y el poder de los sospechosos era tal que nadie se hubiera atrevido a ponerse frente a ellos.
El Gran Maestre era elegido en Asamblea secreta, sin que nunca se pronunciase su nombre. Hasta se dio el caso de que ni perteneciese a la Orden, sino que los Hermanos depositaban en la urna el nombre de un abad, de un salteador de caminos, de un magistrado o de una mujer, que recibía misteriosamente un escrito notificando el nombramiento y un medallón de plata, con la insignia de la Orden, que como saben ustedes, está repetida en muchos de los documentos que hemos examinado. Vedlo: «Un corazón y dentro de él cuatro clavos en cruz. La Orden del Corazón Clavado. Los que rechazaban el cargo morían repentina y oscuramente».
Echano (Valdorba)
Los papeles más antiguos datan de 1416. Los más recientes son de 1680; después de esta fecha en que fue nombrada Gran Maestre doña María de Olaz, amiga íntima del Virrey de Méjico, se pierde todo rastro.

No se sabe si el Corazón Clavado quedó entre los Incas para siempre o si volvió a Navarra; tampoco se sabe nada sobre el fin de doña María de Olaz, que tuvo gran habilidad para la intriga.
—¿Bravo, Joshe Mari! —interrumpió Azcona—. ¿Pero esto que nos cuentas, es producto de tu imaginación calenturienta o tiene un poquillo de verdad?
—Vais a verlo vosotros —respondió Huarte, abriendo un armario y sacando de él un libro y una carpeta voluminosa.
Echano (Valdorba)
—Esta es la clave que yo he encontrado y este es el breviario, que, en determinadas páginas tiene un puntito de tinta debajo de ciertas letras. Escojamos una cualquiera, esta por ejemplo. Escribir en una cuartilla las letras punteadas y poned debajo las que corresponden en la clave.
—Yo dictaré —dijo Azcona—. Escribe tú, Carlitos.
—Se pusieron rápidamente a la obra, y a los dos minutos estaban reconstituidas estas líneas:
«Y podeís estar seguro de que el mensajero no llegará a Roma. Deseo besar las finas manos de Madame Beatriz, que...».
—¿Creéis, ahora, hombres de poca fe? —preguntó Huarte a sus amigos—. Pues si estas dos líneas nos intrigan, veréis como os apasionan las páginas que voy completando con los papeles de Carlitos. Faltan muchos hilos que atar, hay grandes vacíos, pero con tiempo y paciencia irán saliendo de las entrañas del Archivo, de esos millares de legajos que he traído de la Audiencia, de tu misma casa, querido Azcona y de algunos conventos. La señal para seguir la pista, es el Corazón con los clavos en cruz, que, como en este breviario se encuentra más o menos disimulado, en todos los escritos relacionados con la Hermandad.
Echano (Valdorba)
—La verdad es —dijo Azcona— que este vicio de los papeles viejos tiraniza despertando nuestro interés por el pasado, que revive. Yo encontré hace pocos días, uno firmado por otro Gran Maestre en el que disponía que su cuerpo fuese enterrado en determinado lugar de una pequeña iglesia, hoy fuera de culto, sin inscripción alguna. Sí debió cumplirse su deseo, porque hace años, sobre el púlpito de esa iglesia había un adorno como una bola o casco, blanqueado con cal como las paredes. Un avisado visitante la hizo bajar, la limpió y dejó al descubierto un morrión o celada de labor maravillosa, que se llevó casi de balde. El resto de la armadura está, seguramente, en el cuerpo del caballero bajo una losa; será un pieza única, de un valor enorme.
Colegiata desde el este
—¿Y por qué no vamos por ella, una noche, con linternas sordas y palanquetas? —propuso entre bromas y veras Carlitos—. Alzamos la losa, vemos al Maestre con su armadura y su espadón y...
—Lo haríamos oficialmente, en nombre de la Comisión de Monumentos, si no temiera que algún descendiente del Maestre lo reclamara como cosa suya y lo llevase fuera de Navarra.
Clautro de Roncesvalles invadido por nieve
Por un Maestre de San Juan con armadura, bien pagarían medio millón en los Estados Unidos.
—¡Y estamos buenos los de la Comisión! «Ni hacer ni dejar hacer» es el lema que pudiera tener su sello. Bueno, amigos, ¿cuándo vamos a la Colegiata? Tengo que ver muchas cosas por allí; aprovecharía la ocasión para rebuscar esta del «Corazón Clavado».
—¿Cuándo? —respondió Azcona—. La mañana está pidiendo gozarla y el coche está a la puerta. Ata los cordones de esas carpetas, cierra puertas y armarios y vamos hacia las alturas. Almorzaremos en Burguete; luego habrá tiempo para la rebusca, y estamos de vuelta al caer la tarde, que ya va siendo más larga.
—Aceptado! ¿verdad, Carlos?
—Por mi parte con entusiasmo.
Zaragüeta Roncesvalles 1936-39
Ya salían, cuando llegó otro visitante, bibliófilo también, el vizcaino Ibarra, que coleccionaba libros y estampas taurinas. Papel o antiguo pergamino donde estuviera la palabra toro en cualquier lengua, entraba en la biblioteca del corpulento erudito, después de escrupuloso registro. De sus estantes había sacado Graciano Díez los principales datos de su obra. Lo singular es que ni éste ni Ibarra eran «aficionados» a la taurina fiesta. En cambio Azcona, a quien no le interesaban los libros de tauromaquia, había tenido entusiasmo por las corridas, hasta el punto de haber actuado de «mataor» elegante y corajudo en varias plazas de Navarra. En una ocasión, corrió la aventura de llevar cuadrilla por esos pueblos de Dios; tenía como banderillero a un médico de piernas largas y arqueadas, «con todo el físico del empleo» como dicen los franceses. Eran curiosos y divertidos pero a veces dramáticos los lances de aquel atildado «caballerito», académico de la Historia en España y en Francia, en las bárbaras plazas de los pueblos. Aún tiene en su casa de Tafalla la negra y fiera cabeza de un torazo que un profesional no quiso matar y que él rindió de una estocada hasta la cruz. Luego renunció a la coleta por la peluca de Voltaire.
Después de un breve diálogo con donosas burlas para las aficiones de cada cual, dejaron al vizcaíno frente a la redonda cabeza del oficial del Archivo, y salieron los tres amigos camino de Roncesvalles.

1 comentario:

Carmelo dijo...

Gracias Pachi. Como siempre contenido interesantísimo y las fotos magníficas, no sé de dónde las sacas.
Un navrazon